Juan José Millás
[…] Me llaman a veces de los institutos de enseñanza media y
yo acudo, no siempre con el mismo ánimo, para explicar a los jóvenes que la
lectura es ya una de las pocas actividades transgresoras en una sociedad en la
que prácticamente todo está permitido. O, peor aún, en una sociedad que es muy
permisiva con lo que se debería prohibir y muy prohibitiva con lo que debería
permitir. Les explico que los lunes por la mañana, cuando salgo a pasear por el
parque cercano a mi domicilio, veo indefectiblemente rotos los cristales de una
o dos marquesinas de autobús y tres o cuatro papeleras arrancadas de sus
soportes. Son destrozos llevados a cabo durante el fin de semana por jóvenes
que no son capaces de expresar su malestar de otro modo. Odian el sistema y
apedrean por tanto los símbolos externos de ese sistema practicando un modo de
delincuencia atenuada que les compensa momentáneamente del dolor de vivir en un
mundo sin salida, sin horizonte moral o laboral, en un mundo loco.
Intento explicarles que lo que ellos toman como un acto de
rebelión fortalece al sistema hasta extremos que no podrían ni imaginar. La
sociedad, les explico, puede prescindir de otras personas, pero no de los
delincuentes. "El delincuente -decía Octavio Paz en un ensayo de juventud- confirma la ley en el momento mismo de transgredirla". Les explico que
cuando beben cuatro cervezas y arrancan de raíz ese semáforo con el que yo
tropiezo el lunes por la mañana, están haciendo gratis algo por lo que les deberían
pagar. Estoy convencido, les digo, de que si un día, de la noche a la mañana,
desaparecieran los delincuentes, el Ministerio del Interior no tardaría ni 48
horas en convocar oposiciones para cubrir urgentemente todas esas vacantes.
El joven, pues, que el sábado por la noche se emborracha y
que al amanecer, antes de regresar a casa, llena de silicona la ranura de un
cajero automático para no irse a dormir sin haber contribuido a la liquidación
del sistema, no sabe hasta qué punto está contribuyendo a reproducir lo que
detesta. Ese chico no es peligroso; en realidad, es un funcionario que trabaja
gratis para el sistema. Destroza el mobiliario urbano con el mismo gesto de
rutina con el que el funcionario de Hacienda nos dice que volvamos mañana.
Cuando digo esto en institutos difíciles, aunque también en
los de clase media, los chicos se quedan lógicamente sorprendidos. Les explico
a continuación, porque así lo creo, que el joven verdaderamente peligroso es
aquel que un viernes o un sábado por la noche se queda en casa leyendo Madame Bovary. Por lo general, no saben
quién es madame Bovary, pero he comprobado les suena bien, por lo que no suelo
cambiar de título.
Ese individuo que se queda a leer Madame Bovary, les aseguro, es una bomba. ¿Por qué?, noto que me
preguntan con la mirada. Porque la realidad, les explico, está hecha de
palabras, de modo que quien domina las palabras domina la realidad. Ellos
dudan, claro, porque miran a su alrededor y no acaban de ver la relación entre
la realidad y las palabras. Entonces les recuerdo el cuento aquel de Andersen, El rey desnudo, o El traje nuevo del emperador, según la traducción. Todos ustedes lo
conocen. No me digan que no les resulta sorprendente el éxito de ese relato si
consideramos que se narra en él la historia de un pueblo que ve vestido a un
señor que va desnudo. Parece una historia inviable por inverosímil, pero lleva
años cautivando a niños y a mayores de todas las nacionalidades. ¿Por qué?, me
pregunto en voz alta delante de los alumnos a los que intento convencer de las
bondades de la lectura. Pues porque lo que ocurre en ese cuento, respondo tras
unos segundos de tensión teatral, es lo que nos ocurre cada día desde la noche
a la mañana a todos y cada uno de nosotros: que salimos a la calle y vemos lo que
nos dicen que veamos. Si la orden de ese día es ver al Rey vestido, lo veremos
vestido, aunque vaya en pelotas. En otras palabras, vemos lo que esperamos ver.
Y esto es así de simple y así de espectacular. Las palabras son generadoras de
realidad. Y la ausencia de palabras también. Por eso invito siempre a los
alumnos a preguntarse hasta qué punto es real la realidad.
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