Ilustración de Luis Tinoco |
Los libros no nos esperan. Su furia incontenible siempre
rebasa las ganas de su lector. No son inocentes. Ni podrás domarlos aunque
creas que lo haces. No los llevarás en la maleta. Ellos te llevarán a ti. Los
libros viven solos, sin necesidad de que los leas. Crees que los posees, pero
no es verdad. Y cuando ya no estés, cuando no te asistan las palabras, tus
libros quedarán, mirándote callados, desde el verdadero lado de la
inmortalidad.
Algunos de los ejemplares de esta librería llevan más tiempo
en el planeta que tú, que yo. Y aquí seguirán. Poderosos y necesarios. Quieres
que aguarden latentes. Pero no. Nunca son dóciles. Hasta el más ingenuo de los
títulos puede alumbrarte con una nueva idea. ¿Y de verdad consideras que ese
fragmento del mundo convertido en páginas es un objeto más? No, no lo es.
Por eso cuando los cierras, cuando te das la vuelta y los
dejas en la mesilla, los libros siguen con el sortilegio de sus palabras. Las
historias no se quedan quietas jamás. Te irás a dormir o al trabajo o la
escuela o a buscar el amor. Con la inocencia egocéntrica de que los capítulos
no pueden avanzar sin ti. Con el error, tantas veces perpetuado, de que la
Literatura necesita un lector. Pero no es así. Porque allá, dentro de sus
tapas, en su universo cuadrangular, la vida sigue. Y se enamora mil veces Bovary.
Y va sumando indicios el Padre Brown. Y Drácula chupa la sangre de doncellas de
las que no has oído hablar. Y se disparan los cañones de la fragata Surprise.
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