lunes, 18 de abril de 2016

Cervantes en el ´Quijote´



Primera imagen conocida de Don Quijote, Sancho Panza
y otros personajes
de la novela.
Andreas Bretschneider

Antonio Muñoz Molina
En Don Quijote Cervantes siempre está apareciendo y desapareciendo. Se nos presenta en el prólogo de la primera parte. […] El escritor no posa para la posteridad: está solo, cansado de escribir, con la pluma en la oreja, como los carpinteros antiguos se ponían el lápiz. […] Pero más allá de esa figura sentada y de esos pormenores visuales —la pluma, el codo en el bufete, la mano en la mejilla—, solo hay oscuridad, o esa penumbra abstracta, esa sugestión de espacio hondo y vacío que es el fondo de los retratos de Velázquez o Rembrandt.

Otras apariciones son más fugaces, más indirectas. El autor es un pasajero furtivo o un polizón en su propia obra. Surge y se pierde como una sombra por detrás de los personajes inventados. En la biblioteca de don Quijote hay un libro suyo, el primero que publicó, el único antes de Don Quijote, La Galatea, que para entonces, cuando Cervantes escribía ese capítulo, llevaría muchos años olvidado. Del motivo por el que Alonso Quijano lo compró o qué opinión tenía de él no sabemos nada. Pero el cura, que es un lector ávido y competente, resulta que conoció al autor, y hasta asegura que es amigo suyo: “Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos”.

[…] En la voz del cura Cervantes juzga con afecto y distancia el único testimonio impreso de su tardía juventud: “Tiene algo de buena invención, propone algo y no cumple nada; es menester esperar a la segunda parte que promete; quizás con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega…”.

Hay un grado más de presencia insinuada y desaparición. En la maleta con libros y papeles donde estaba la novela El curioso impertinente, el cura, siempre muy alerta a todo lo que tenga que ver con la palabra escrita, encuentra lo que parece ser otra historia, pero solo se fija en el título. Es Rinconete y Cortadillo. El que la copiara a mano no se molestó en anotar también el nombre del autor. La novela se ha difundido manuscrita y anónimamente. El ventero dice que un viajero del que no parece recordar nada olvidó la maleta al marcharse. Es de nuevo una sombra, Cervantes, el recaudador que anda por las ventas y los caminos, el que aprovecha tiempos de ocio o de espera para inventar, para escribir historias que quizás no lleguen a imprimirse, pero que alguien copiará y alguien leerá en voz alta para el recreo de un auditorio de analfabetos.

La próxima vez que aparece Cervantes es en primera persona, y ahora calla su nombre: es él mismo, que se encuentra en la alcaná de Toledo, entre un barullo que imaginamos como de zoco musulmán, aunque no explica qué hace allí. Ha leído el manuscrito de las primeras aventuras de don Quijote y se siente frustrado porque la historia terminaba con brusquedad en un punto álgido. En una tienda de la alcaná descubre los cartapacios en árabe que contienen el manuscrito de Cide Hamete Benengeli y contrata a un morisco para que se los traduzca, y hasta lo aloja en su casa, por pura impaciencia de seguir leyendo, este narrador sin nombre ni oficio conocido del que solo conocemos su amor fanático por la lectura, porque le gusta leer hasta “los papeles rotos de las calles”.

La aparición más elocuente es la más sigilosa, una impostura más en esta novela de gente disfrazada que finge ser lo que no es. Cervantes es el canónigo de Toledo que alcanza a los viajeros hacia el final de la primera parte con su cabalgadura más rápida, el que dialoga tan extensamente y con tanta claridad con el cura y expresa sin ningún disimulo sus preferencias y sus fobias literarias: Cervantes es el novelista y es el teórico de la literatura, y al mezclarse con sus personajes inventados se contamina de su hermosa ficción y les transmite a ellos a cambio su propia humanidad cordial, castigada, furtiva.

Extracto del artículo de Antonio Muñoz Molina. El texto completo en El País

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