Primera imagen conocida de Don Quijote, Sancho Panza y otros personajes de la novela. Andreas Bretschneider |
Antonio Muñoz Molina
En Don Quijote
Cervantes siempre está apareciendo y desapareciendo. Se nos presenta en el
prólogo de la primera parte. […] El escritor no posa para la posteridad: está
solo, cansado de escribir, con la pluma en la oreja, como los carpinteros
antiguos se ponían el lápiz. […] Pero más allá de esa figura sentada y de esos
pormenores visuales —la pluma, el codo en el bufete, la mano en la mejilla—,
solo hay oscuridad, o esa penumbra abstracta, esa sugestión de espacio hondo y
vacío que es el fondo de los retratos de Velázquez o Rembrandt.
Otras apariciones son más fugaces, más indirectas. El autor
es un pasajero furtivo o un polizón en su propia obra. Surge y se pierde como
una sombra por detrás de los personajes inventados. En la biblioteca de don
Quijote hay un libro suyo, el primero que publicó, el único antes de Don Quijote, La Galatea, que para entonces, cuando Cervantes escribía ese
capítulo, llevaría muchos años olvidado. Del motivo por el que Alonso Quijano
lo compró o qué opinión tenía de él no sabemos nada. Pero el cura, que es un
lector ávido y competente, resulta que conoció al autor, y hasta asegura que es
amigo suyo: “Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es
más versado en desdichas que en versos”.
[…] En la voz del cura Cervantes juzga con afecto y
distancia el único testimonio impreso de su tardía juventud: “Tiene algo de
buena invención, propone algo y no cumple nada; es menester esperar a la
segunda parte que promete; quizás con la enmienda alcanzará del todo la
misericordia que ahora se le niega…”.
Hay un grado más de presencia insinuada y desaparición. En
la maleta con libros y papeles donde estaba la novela El curioso impertinente, el cura, siempre muy alerta a todo lo que
tenga que ver con la palabra escrita, encuentra lo que parece ser otra
historia, pero solo se fija en el título. Es Rinconete y Cortadillo. El que la copiara a mano no se molestó en
anotar también el nombre del autor. La novela se ha difundido manuscrita y
anónimamente. El ventero dice que un viajero del que no parece recordar nada
olvidó la maleta al marcharse. Es de nuevo una sombra, Cervantes, el recaudador
que anda por las ventas y los caminos, el que aprovecha tiempos de ocio o de
espera para inventar, para escribir historias que quizás no lleguen a
imprimirse, pero que alguien copiará y alguien leerá en voz alta para el recreo
de un auditorio de analfabetos.
La próxima vez que aparece Cervantes es en primera persona,
y ahora calla su nombre: es él mismo, que se encuentra en la alcaná de Toledo,
entre un barullo que imaginamos como de zoco musulmán, aunque no explica qué
hace allí. Ha leído el manuscrito de las primeras aventuras de don Quijote y se
siente frustrado porque la historia terminaba con brusquedad en un punto
álgido. En una tienda de la alcaná descubre los cartapacios en árabe que
contienen el manuscrito de Cide Hamete Benengeli y contrata a un morisco para
que se los traduzca, y hasta lo aloja en su casa, por pura impaciencia de
seguir leyendo, este narrador sin nombre ni oficio conocido del que solo conocemos
su amor fanático por la lectura, porque le gusta leer hasta “los papeles rotos
de las calles”.
Extracto del artículo de Antonio Muñoz Molina. El texto completo en El País
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