Juan Jorganes Díez
Cuando Isaac Rosa publicó La mano invisible (2011), llamó la atención que el trabajo
estuviera presente no sólo como tema de la novela sino en cada una de las
páginas y se destacó su ausencia en la narrativa española más reciente. Si
ocupa una parte fundamental de las vidas reales, ¿cómo es posible que
desaparezca de las vidas de ficción? El trabajo solo forma parte del atrezo,
como el mobiliario, el vestuario o la escenografía, en unas ocasiones, y en
otras muchas, ni siquiera sabremos cómo se ganan la vida los personajes.
La mano que trabaja es invisible
y los conflictos relacionados con el trabajo también no sólo en la narrativa
española sino en los medios de comunicación. Su narración de la realidad social
se estanca mes tras mes en las cifras oficiales del aumento o disminución de las
listas del paro. Esa información, como toda la relacionada con la economía,
sigue el mismo patrón que la meteorológica, en la que los frentes fríos, las
borrascas o lo anticiclones se suceden por causas naturales.
Capital
Desde los años ochenta la ideología neoliberal, triunfante
entonces y hoy dominante, consideró los conflictos laborales inoportunos, en el
mejor de los casos, y trasnochadas las organizaciones de los trabajadores, es
decir, los sindicatos. El trabajador, individual y colectivamente, dejó de ser
imprescindible porque el beneficio del capital y de quien lo poseía, el
capitalista, se convirtió en lo único importante. El beneficio justificaba los
medios. Así, el cierre de una fábrica aquí se puede justificar porque allí gana
más. Trabajadores prescindibles, responsabilidad social nula.
Belén Gopegui publicó La conquista del aire (1998) reclamando
que había que hablar de dinero en la narrativa porque no se hacía a pesar de su
importancia en nuestra sociedad. Entre un grupo de amigos, el préstamo que les
pide uno de ellos a los demás provocará inquietudes, contradicciones,
traiciones de ideales.
Se podría argumentar que el
dinero se presenta como causa de la perversión individual o colectiva porque se
mira con el cristal de la moral cristiana, que incluyó la avaricia entre los
pecados capitales (aquellos que originaban otros). La consideración calvinista
del trabajo personal y del beneficio material que produce como valores morales
cambió la perspectiva de las sociedades europeas influidas bien por el
cristianismo católico bien por el protestante. Simplificando, las sociedades
católicas mantienen sus reticencias ante el dinero y las protestantes lo
bendicen. Y, simplificando también, unas y otras esconderán sus contradicciones
en el equilibrio nunca logrado del contrapeso de la virtud cristiana de la
generosidad al pecado capital de la avaricia, es decir, de la acumulación
excesiva de bienes.
El neoliberalismo eliminó los
controles en la economía y el comercio. El Estado no ha de intervenir, todo
quedará regulado por la mano invisible
del mercado: desde las finanzas especulativas a la sanidad, la educación,
los ferrocarriles o las materias primas.
Se desataron las ataduras de una fiera, el capitalismo, cuya historia
había demostrado que provocaba sucesivas crisis de consecuencias sociales terribles,
desde la burbuja de los tulipanes (s. XVII) hasta el crack del 29. Es imposible
entender el éxito de las propuestas económicas y políticas que encabezaron
Reagan en EE UU y Thatcher en Reino Unido sin vincularlas a un cambio de
valores éticos y morales en las sociedades occidentales.
La generosidad dejó de ser una
virtud contra el pecado capital de la avaricia y el pecado capital se convirtió
en virtud. El gran éxito de las teorías económicas neoliberales es que se
convirtieron en teorías sociales que fueron aceptadas sorprendentemente por la
mayoría contra la que iban destinadas. La sociedad aceptó la avaricia y la
codicia como ejes éticos indiscutibles. El cambio de valores éticos (la
degradación ética) de la sociedad española tiene su cronista en Rafael Chirbes
y sus novelas Crematorio (2007) y En la orilla (2013).
En la primera, la muerte de uno
de los personajes provoca un repaso de lo que fueron los ideales juveniles de
todos ellos y de todas las trampas que se tendieron a sí mismos para
convertirlos en ceniza. Van a quemar el cadáver de quien recuperó sus orígenes
y sus valores en la tierra, en la agricultura, quienes ya quemaron los suyos
arrasando con la tierra y la agricultura, y con cuanto se les interpusiera. En
la segunda novela, un pantano de aguas estancadas, a cuya orilla han llegado
los pecios del naufragio social (escombros y un cadáver), sustituye al
crematorio como símbolo.
En algunas novelas encontramos,
pues, la repuesta a la pregunta de cómo hemos podido llegar a esto.
Trabajo
La mayor parte de la riqueza mundial procede de productos
financieros, es decir, de la pura especulación. La riqueza no está vinculada a
la producción sino a la especulación con “activos financieros”. Las materias
primas imprescindibles para mantener el tinglado también entran en ese planeta,
compuesto de un 90% de aire y un 10% de tierra, llamado Wall Street, bolsa de
Fráncfurt o city de Londres. Si a los
Gobiernos franceses se les acusó siempre de proteccionismo (herejía en tiempos
neoliberales) por defender los productos agrícolas nacionales, los Gobiernos
británicos defienden la city, su
producto nacional más preciado, sin miedo a contravenir los principios
fundamentales neoliberales porque tales fundamentos residen en la city.
El trabajo ya no es
imprescindible para la producción de riqueza. La economía financiera, apodada
economía de casino, no necesita mano de obra, ni barata ni cara. Solo necesita
a unos miles de brokers y analistas
que mantengan el casino en funcionamiento. También precisa de publicistas, con
fines obvios, aunque en este departamento van sobrados de espontáneos.
Este nuevo orden mundial alimenta
La mano invisible, la novela de Isaac
Rosa citada al principio. Muestra el
trabajo como una actividad nada dignificante para el ser humano que lo ejecuta,
en un tiempo sin determinar, cuando ya constituye un hecho adecuado para la
exhibición, sin fin productivo, inútil, como esos desfiles de carrozas o esas
casetas que una vez al año, en algunas fiestas patronales, exhiben viejas
labores vinculadas a un mundo rural muerto e idealizado. Tradiciones las llaman
y esa palabra justifica cuanto tienen de falsario. La mano invisible no llega a este punto, el trabajo no ha traspaso
aún la frontera del folklore hueco, aunque, tras el punto final, podemos temer
lo peor.
El tiempo presente de la novela
no añora un pasado feliz, una Edad de Oro del trabajo. Sin embargo, el pasado
que se deja fuera del foco narrativo vivirá en la memoria del lector o este
tendrá que aprender que el saber acumulado en el oficio (la experiencia) traía
consigo un estatus reconocido entre los suyos y ante el patrón. Se establecían unos vínculos internos que
comprometían en vertical a todas las partes: al obrero y a la obrera con su
trabajo, pues se reconocían en él, y al patrón con sus trabajadores, pues eran
la garantía de un buen producto y, por tanto, de la propia empresa. Trabajo
cualificado, trabajador y trabajadora imprescindibles (o casi).
La desaparición de ciertos
oficios es inevitable, pero otros cayeron porque el modelo empresarial se
transformó y troceó hasta el infinito cada uno de los puestos. Los trocitos
resultantes apenas requieren formación para su desempeño y, evidentemente,
ninguna experiencia. Trabajo sin cualificación, trabajador y, sobre todo,
trabajadora prescindibles. Por otro lado, la tecnificación sin límites de los
puestos de trabajo ha supuesto que solo se necesiten unos pocos especialistas y
una mayoría –casi siempre sobrecualificada- para tareas simples y repetitivas.
Una mayoría, pues, de la que es fácil desprenderse, a la que se puede despedir
sin problemas porque es fácilmente reemplazable.
Se rompe, así, el compromiso del
trabajador y de la trabajadora con su empresa y del empresario con sus
trabajadores. También se dificultan o impiden las conexiones de base, la
organización horizontal, y se buscan las relaciones laborales individuales.
La asumida desvalorización del
trabajo explica que en la novela de Rosa ninguna de las personas contratadas
(mal se les puede llamar trabajadores o trabajadoras) se planteé por qué hace
lo que hace, aunque se den cuenta de que no sirve para nada y no entiendan para
qué realizan esas tareas en ese lugar, ni siquiera por qué han sido
contratados.
El troceo de los puestos de
trabajo también dividió las relaciones colectivas, con lo cual deterioró la
cooperación horizontal, las relaciones entre los trabajadores, la fuerza de la
unión, su organización. El conflicto en la novela surge, así, cuando alguien
intenta resolver dudas, establece relaciones con otros y rompe el individualismo.
El Corpus de Referencia del
Español Actual (CREA) data la primera cita por escrito de la locución “mercado
laboral” en 1980. El lenguaje señala, acota, nombra la realidad. Quedó asumido
que el trabajo formaba parte de un mercado como una mercancía más. Antes de que
se impusiera el nuevo lenguaje que designaba la nueva realidad, se hablaba de
trabajo: buscar trabajo, hay o no trabajo, un trabajo sacrificado, prepararse
para un buen trabajo, etc. Al relacionarse con una mercancía, se degrada la
persona a ser inanimado y se despersonalizan sus cualidades o habilidades
laborales. Se reavivan las escenas más
oscuras del mundo laboral: por ejemplo, las furgonetas que ahora llegan a
algunas plazas a seleccionar caprichosamente mano de obra entre quienes se
ofrecen desde las primeras horas del día como en otros tiempos aparecían a
caballo los capataces en otras plazas de otros tantos pueblos del sur de
España.
Uno de los grandes errores de la
socialdemocracia se basó en la creencia de que tras la Segunda Guerra Mundial no
había vuelta atrás en la domesticación del capitalismo, que en las décadas
posteriores se había logrado su civilización definitiva. Pero la llamada crisis
o Gran Recesión de 2008, bajo cuyo régimen aún vivimos, ha demostrado que el
capitalismo, animal salvaje, devora a sus entusiastas, bienintencionados e
ilusos domadores.