Con el sugestivo subtítulo Antología de castillos sombríos, espectros, diablos y pesadillas aparece
en librerías un estupendo «bouquet» de historias góticas escritas por autores
españoles a lo largo del siglo XIX y comienzos del XX. Son quince relatos en
total, todos ellos de carácter gótico-fantástico. Hay escritores consagradísimos
(Bécquer, Alarcón, Galdós, Blasco y doña Emilia), consagrados (Estébanez
Calderón, Eugenio de Ochoa y Ros de Olano) y raros u olvidados (Urcullu, Pérez
Zaragoza, J. A. de Ochoa, Álvaro Gil, Soler de la Fuente, Serrano Alcázar y
Jorreto Paniagua).
El hecho de que los raros u olvidados sean mayoría supone
una alegría para los lectores aficionados al género, que tendrán la oportunidad
de circular por jardines no hollados. Es un buen momento para insistir en la
normalización de las letras hispánicas en el terreno de lo maravilloso, lo
fantástico, lo terrorífico y lo gótico. Tanto David Roas como Miriam López
Santos han publicado últimamente excelentes monografías y han desmontado la
vieja teoría según la cual nuestro país desatendió en su literatura la llamada
de lo fantástico.
Uno de los mejores relatos fantásticos de la literatura
española es «La mujer alta» (1881), de Pedro Antonio de Alarcón, recogido en el
libro, que anula en este caso las fronteras entre lo gótico propiamente dicho y
lo fantástico «stricto sensu». La diferencia entre el «gothic» inglés de un
Walpole o una Radcliffe y el «fantastique» francés de un Potocki, de un
Maupassant o de un Villiers estriba en que el «gothic» se sitúa en el límite
entre lo posible y lo imposible, y el «fantastique» plantea sucesos
aparentemente imposibles que luego tienen una explicación racional.
Los autores de este «Panteón» pasean sus historias por
caminos góticos, pero sin renunciar a los senderos fantásticos ni a las rutas
de lo maravilloso (este último marbete se emplea para designar aquel tipo de
literatura que se sitúa de principio en el territorio de lo imposible y no sale
de ahí en ningún momento). Pero lo importante es disfrutar, y uno disfruta
mucho con este florilegio de castillos umbríos, de fantasmas y demás horrores,
entre otras cosas porque el horror es el «leitmotiv» de la existencia humana y
el terror procedente de la literatura es la única vacuna que tenemos para
superar ese otro terror de verdad que nos rodea. O, por lo menos, para
olvidarlo durante el Tiempo sin tiempo que dedicamos a la lectura de libros
como el que ha sido objeto de este comentario.
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