domingo, 3 de julio de 2016

¿Quién manda en la lengua?

  • Hablantes frente a expertos. Con la excepción de la ortografía, quien decide sobre los fenómenos lingüísticos es la colectividad, no la Academia ni los ministerios


Pedro Álvarez de Miranda
Dejad a la lengua en paz
Gorka Lejarcegi
[…] De los distintos planos de una lengua, el único que está sometido a una regulación convencional es el de la ortografía. Del mismo modo que en carretera se circula por la derecha y no por la izquierda —salvo en ciertos países en que la convención es justamente la contraria— o que una luz roja obliga a detenerse y una verde nos permite pasar —podría ser al revés, u otros los colores—, determinadas palabras se escriben […] con j o con g, con b o con v, con hache o sin ella, llevan acento gráfico las agudas que terminan en vocal, n o s y no lo llevan en cambio las llanas que están en esa misma situación, etcétera. Son reglas, insistamos, convencionales, que podrían ser otras, o cambiar. […]

Pero si la regulación del tráfico está en manos de la dirección general correspondiente (y, supongo, de organismos supranacionales, para que, al menos en lo básico, no haya grandes disparidades de un país a otro), ¿a quién compete la regulación ortográfica? La respuesta a esta pregunta es sumamente compleja, y apunta a un abanico de posibilidades que van desde el mero consenso asentado en una tradición consuetudinaria hasta la existencia de una entidad que ejerce la potestad reguladora. Ni siquiera son equiparables los casos de dos lenguas dotadas ambas de Academia, como el español y el francés, pues, por ejemplo, la autoridad prescriptiva en materia ortográfica de la Real Academia Española es sensiblemente mayor que la de la Académie française.

Antes de la fundación de la Española se habían producido intentos particulares de regular nuestra ortografía, pero no habían pasado de ser eso: conatos individuales. ¡Cuánto le hubiera gustado a Nebrija, por ejemplo, que su propuesta ortográfica de 1492, renovada en 1517, fuese generalmente aceptada! No fue así, ni con la suya ni con otras posteriores, y solo la existencia de una entidad respaldada por la Corona hizo que las decisiones académicas en materia de ortografía literal (esto es, ortografía de las letras), sabiamente dosificadas entre 1726 y 1815, fueran progresivamente aceptadas por las imprentas y se generalizaran a través de la enseñanza, de modo que, en lo sustancial, el uso de las letras no ha cambiado en los dos últimos siglos. A que ello haya sido así, en un caso a priori tan proclive a la dispersión como el de una lengua escrita no solo en España sino en un elevado número de repúblicas soberanas que se extienden entre el río Bravo y el estrecho de Magallanes, contribuyó decisivamente la fundación desde 1871 de toda una serie de academias correspondientes de la Española en los países de aquel continente, corporaciones hoy integradas en la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE).

Los hispanohablantes tenemos motivos para estar satisfechos no solo por nuestra unanimidad ortográfica —que tanto contrasta, por ejemplo, con el divorcio entre la ortografía portuguesa y la brasileña—, sino también por la sencillez, la transparencia y la racionalidad de nuestra ortografía, no absolutamente fonológica, es decir, sin completa correspondencia entre sonidos y letras, pero muy cercana a ella y con un sistema de acentuación inequívoco que bien podría envidiarnos, por ejemplo, el italiano.

En tales condiciones, debe exigirse suma cautela a la hora de introducir cualquier cambio en nuestra ortografía, cabe incluso reclamar que nada se toque en ella. Las pocas modificaciones introducidas en las ortografías académicas de 1999 y 2010, por ejemplo en el terreno de la acentuación, han sido recibidas con polémica, con resistencias y aun con llamadas a la desobediencia. Y es que los hablantes, en materia ortográfica, se irritan con las novedades […].

En los terrenos que no son el ortográfico, es decir, en el gramatical y el léxico, el planteamiento es muy otro. Los gramáticos y los lexicógrafos —y señaladamente dentro de ellos, en el mundo hispánico, la Academia Española y las Academias de ASALE— codifican el uso, y puesto que este emana esencialmente de la voluntad de los hablantes, su actuación es cada vez más descriptiva que prescriptiva. Normativa, si se quiere, pero entendiendo la norma como el conjunto de los usos normales en una determinada modalidad de la lengua.

[…]

Como gustaba decir don Emilio Alarcos, hay que dejar a la lengua, y a las lenguas, en paz. En ellas manda —salvo en el terreno ortográfico, como hemos pretendido dejar claro— la colectividad. Si los ciudadanos son depositarios de la soberanía política, los hablantes lo son de la lingüística.


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