miércoles, 23 de mayo de 2018

María de Zayas y el ‘feminismo’ que nació en España en el Siglo de Oro


María de Zayas y Sotomayor nació en Madrid en 1590 y cuando murió Góngora, en 1627, ya había escrito ocho de sus comedias, que aún tardarían 10 años más en publicarse y hubo de ser en Aragón porque un dictamen había prohibido en Castilla la publicación de novelas y comedias. Por aquellos años, le daban a la pluma los autores más conocidos por todos los escolares: Miguel de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Tirso de Molina, Calderón de la Barca. Pero casi nadie conoce el ingenio de María de Zayas, “la primera española que escribe y publica un libro de ficción con su nombre”, asegura el profesor Julián Olivares, encargado del estudio de su obra y de esta edición publicada por la Universidad de Zaragoza, dos volúmenes con el título de Honesto y entretenido sarao. Beatriz Bernal publicó en Valladolid un libro de caballerías, Cristalián de España, en 1545, pero bajo el anonimato. Otra desconocida. El teatro se ocupa también ahora de rescatar a Zayas. Una versión de Nando López que dirige Ainhoa Amestoy llevará a Cáceres, en junio, y al Festival de Teatro Clásico de Almagro, en julio, sus Desengaños amorosos.

Fue la primera española que escribió y publicó un libro de ficción con su nombre
Olivares, profesor emérito de la Universidad de Houston, valora el arrojo de Zayas, que redacta “el primer manifiesto femenino que declara el derecho de la mujer no solo a escribir un libro, sino a publicarlo”.

No era fácil entonces. Zayas se inició como poeta en academias de Madrid. Su poeta favorito era Lope, pero aquellos autores no ayudaban mucho a las damas escritoras a sacar cabeza, bien al contrario: “La influencia de estos era muy negativa; en sus novelas y comedias era recurrente la misoginia, la crítica y la mofa hacia las mujeres”, dice Olivares. Hubo, sin embargo, algunos que quisieron colaborar al éxito de Zayas, por ejemplo Pérez de Montalbán o Alonso de Castillo Solórzano, de cuya pluma, cree Olivares, salió el par de páginas que preceden a la primera parte de las “maravillas”, donde se la alaba sin bridas: “Un claro ingenio de nuestra nación, un portento de nuestras edades, una admiración de estos siglos y un pasmo de los vivientes, […] la señora María de Zayas, gloria de Manzanares y honra de nuestra España”.

Julián Olivares ya hizo una edición de estas obras en 2000, que publicó Cátedra. Y antes se interesaron por María de Zayas (que murió sobre 1650) las escritoras Margarita Nelken, en 1930, o Emilia Pardo Bazán, en 1900, por poner solo unos ejemplos de la enorme bibliografía que cita Olivares en esta edición. Muchos, españoles y extranjeros, han mostrado alto interés por esta autora del Siglo de Oro que tanto tiempo ha estado ausente de las escuelas. El texto completo en El País

FRASES DE LA AUTORA PARA UNA CAUSA

Ellas, que escriben: “Si esta materia de que nos componemos los hombres y las mujeres, ya sea una trabazón de fuego y barro, o ya una masa de espíritus y terrones, no tiene más nobleza en ellos que en nosotras; si es una misma la sangre, los sentidos, las potencias y los órganos por dónde se obran sus efectos, son unos mismos... porque las almas ni son hombres ni mujeres: ¿qué razón hay para que ellos sean sabios y presuman que nosotras no podemos serlo?
Ofensas: “Ni comedia se representa ni libro se imprime que no sea en ofensa de las mujeres”.
Tiranía: No hay “más respuesta que su impiedad o tiranía en encerrarnos y no darnos maestros. La verdadera causa de no ser las mujeres doctas no es defecto del caudal, sino falta de aplicación [...] Y cuando no valga esta razón para nuestro crédito, valga la experiencia de nuestras historias y veremos, por ellas, lo que hicieron las mujeres que trataron de buenas letras”.


miércoles, 16 de mayo de 2018

Llevamos 800 años diciendo "guay"


"Guay" es una de las palabras que más asociamos a los años 80. Durante una época, todo fue guay, al menos para los que por aquel entonces eran jóvenes. Fue una de las palabras que marcó la década, junto con "dabuten", "tronco" y "yupi", entre otras.

Pero "guay", al contrario que "demasié", ha sobrevivido con cierta dignidad. Ya no es tan guay como lo fue entonces, claro, pero la usan incluso Amaia y Alfred, estrellas de Operación Triunfo, que recientemente afirmaron que “ganar Eurovisión sería superguay”.

Pero no se trata de una palabra nacida hace 40 años. Tiene siglos, aunque en su origen significaba todo lo contrario. Como recoge el Diccionario de dichos y frases hechas de Alberto Buitrago Jiménez, “se usaba desde el siglo XIII como una especie de interjección de lamento, con el significado aproximado de ay”.

El diccionario de la RAE sigue recogiendo también esta acepción. Su origen, se explica, es onomatopéyico, aunque el diccionario etimológico de Joan Corominas lo remonta al gótico wái, con ese mismo significado. Esta última palabra es el origen del término alemán Weh, que significa dolor.

Con ese sentido aparece en El Quijote, como recuerda Mar Abad en su libro De estraperlo a #postureo: “Envíanos ya al sin par Clavileño, para que nuestra desdicha se acabe; que si entra el calor y estas barbas duran, ¡guay de nuestra ventura!”, exclama Sancho Panza. Antes ya se recogió en la Historia de Jerusalén, escrita por Jacobo de Vitriaco en el siglo XIV: “Guay de vos, mesquinos, que tal fe tenedes onde despues de la muerte avedes de sofrir tormentos”. Y en los escritos del Arcipreste de Talavera, del siglo XV: “Guay del que duerme solo”.

En el siglo XVIII se funda la Real Academia de la Lengua, que recoge el término en su primer diccionario, el de Autoridades de 1734. La entrada es muy escueta: “Véase Ay”. Debajo consta la expresión “tener muchos guayes”, con la que se da a entender “que alguno padece grandes achaques y dolores, o muchos contratiempos de la fortuna”.

De guay 😩 a guay 😊
La palabra “quedó en el olvido a partir del siglo XVIII para ser recuperada recientemente, aunque con otro significado, en el lenguaje juvenil”, escribe Buitrago Jiménez. Fue sobre todo en los 80 cuando se comenzó a usar, explica Abad en su libro, para algo que además de bueno y estupendo “era moderno. Un botijo jamás sería guay. Guay era una moto, una canción, una persona. El mero uso del término ya hacía guay a su hablante”.

No queda claro por qué cambió el significado de esta palabra, pero hay al menos un ejemplo muy anterior de su uso como sinónimo de estupendo en la zarzuela La cruz de los humeros, de 1861. En el mismo verso sale además un antepasado del también ochentero dabuten: “Salero de buten guay / via la gente é mi tierra”. Esta zarzuela estaría fetén, de lo más chachi de la época, tronco (perdón).

Se trata en definitiva de un autoantónimo, una palabra que significa una cosa y la contraria, como "enervar" y "sancionar", por ejemplo. Continúa en El País


lunes, 14 de mayo de 2018

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El dolor y la palabra


  • Marta Sanz y Luis Mateo Díez se enfrentan a este duelo entre el dolor y la palabra con puntos de vista y estilos muy diferentes

Juan Jorganes Díez
El dolor nos agita entre lo evidente y lo inefable. Aparentemente su prestigio bíblico ha decaído incluso en las sociedades más influidas por la religión católica. Los centros de salud recetan drogas legales para eliminar o paliar desde el malestar general a lo más específico y singular. El dolor anuncia o confirma una enfermedad y la enfermedad fastidia los cánones sociales, que establecen un estado de felicidad permanente o, según se mire, de actividad y producción permanentes. No dejan de publicarse libros que prometen ayuda para sobrellevarla, para convivir felizmente con ella o para vencerla mediante un pensamiento positivo. ¿Y si no…? La sombra de la culpabilidad cubrirá a quien ni sobrelleve, ni conviva, ni venza.

La propaganda de la eterna juventud o, lo que es lo mismo, de la eterna buena salud, atosiga con productos, ejercicios, relaciones exhaustivas de alimentos sanos y listas alarmantes de alimentos insanos, cursos y conferencias sobre el bienestar, retiros y meditación, excursiones y viajes, etc.

Esa propaganda esconde la mitología cristiana, aunque se presente como ajena a la religión, y el individualismo egoísta, aunque se presente como la moderna herramienta para mejorar la autoestima y las relaciones sociales. Por un lado, mantiene el reproche culpable de la enfermedad, porque se habrá incumplido alguna de las instrucciones para evitarla, y, por otro lado, con la culpabilidad se manifiesta el fastidio que el enfermo provoca, pues distrae del interés propio a quienes viven a su alrededor.

La proclamación constante y alborozada del pensamiento positivo puede resultar tan irritante como la recreación minuciosa y reiterada del dolor. Las lágrimas, la queja o el malhumor no caben en el mundo dominado por la consigna de que hay que ser positivos. Una versión guay de la resignación cristiana. Por esta vía llegan las teorías psicológicas de la enfermedad, que para Susan Sontag “son maneras poderosísimas de culpabilizar al paciente” [1]. Añade Sontag: “A quien se le explica que, sin quererlo, ha causado su propia enfermedad, se le está haciendo sentir también que bien merecido lo tiene”. Las teorías psicológicas alcanzan a los periodos de convalecencia o rehabilitación.

A la enfermedad también se la elude mediante el lenguaje. Cuanto rechazamos socialmente queda escondido mediante las palabras –ese gran escondite-. Los eufemismos suavizan una realidad dura o poco decorosa, cuyos límites varían con el tiempo al mismo paso que cambian los convencionalismos sociales. Susan Sontag estudia la relación entre el lenguaje y la enfermedad. Así, la tuberculosis se vinculó con “lo interesante” bajo la exaltación romántica de las emociones, al creer que en las emociones se originaba la enfermedad. Esta relación se acaba cuando se descubre la fuente patológica y se encuentra una cura para la enfermedad. El cáncer, por el contrario, lo escondemos mediante todos los recursos retóricos que los hablantes hemos ido creando.

Escribe Sontag: “La enfermedad no es una metáfora, y […] el modo más auténtico de encarar la enfermedad -y el modo más sano de estar enfermo- es el que menos se presta y mejor resiste al pensamiento metafórico”. Sin embargo, la enfermedad escondida, innombrable, se utiliza con todas sus letras como metáfora de aquello que identificamos como un mal y que debe ser castigado. De nuevo Sontag: “Comparar un hecho o una determinada situación política con una enfermedad equivale hoy día a achacar una culpa, a prescribir una pena. Esto sucede sobre todo con el cáncer como metáfora”. Así pues, la culpabilidad y la penitencia acompañan a la enfermedad incluso cuando no se nombra.

Marta Sanz y Luis Mateo Díez se enfrentan a este duelo entre el dolor y la palabra con puntos de vista y estilos muy diferentes. Marta Sanz es el yo que habla en Clavícula (Anagrama, 2017). Luis Mateo Díez es el descriptor de lo inefable. La mirada del alma (Alfaguara, 1997) es un ejemplo.

El dolor no es íntimo

En Clavícula Marta Sanz nos transmite sus angustias en primera persona sin que falte el humor, de la ironía al sarcasmo, a costa de esa Marta Sanz que narra en primera persona.

Al sufrimiento del dolor se añade la negación de la palabra: “¿Han probado a buscar las palabras exactas para describir ese dolor, convertido en síntoma, que ayude a los médicos a diagnosticar? […] Miro al médico al fondo de los ojos con la desesperación de una muda”. Esa limitación repentina del lenguaje nos abandona a una intemperie afásica cuando el médico, tras describirle exactamente el lugar (“Un espacio inexplicable entre el esternón y la garganta”), sentencia: “Es imposible”.

La sospecha ensombrecerá las palabras del enfermo. Bordeará la frontera entre el territorio de la desconfianza y el que habitan los enfermos imaginarios. Alguien cualificado ha de certificar algo tan íntimo como el dolor. “No saber si es más insoportable la posibilidad de que la punzada sea un síntoma de una oscuridad oculta material. […] O el síntoma de nada: lo más peligroso. Lo más inexplicable”. Lo inexplicable sí que resulta insoportable para los otros, porque el dolor “no es íntimo. Es un calambre público que se refleja en el modo en que los otros, los que más quieres, tienen de mirarte”.

Perdida la intimidad del dolor, las buenas intenciones de los demás pueden conseguir que se sienta una enferma imaginaria, peor, una enferma imaginaria hija de puta. O recordarle las palabras de su madre: “No me aguanto ni yo”. O que ni ella misma entienda cómo puede ser tan encantadora, o no se explique cómo es capaz de querer a nadie ni de disfrutar de una agitada vida social. O que se sienta una hipocondríaca. O que se sienta mal por sentirse mal. Entonces no falta la rebelión ante la mirada inquisitiva, ante la exigencia de bienestar: “Tengo un dolor. Una enfermedad. Lo reivindico. Me quejo”.

Nadie ha pronunciado la palabra menopausia durante los meses en los que se han sucedido citas médicas y pruebas. Han ido cambiando las hipótesis de diagnóstico sin que nunca se haya pronunciado esa palabra: “Es un tótem o un tabú”. Sanz alude a ese “nanosegundo de malestar cosmológico”, a ese “apocalipsis de las pequeñas hormonas”, a esa “tristeza cósmica”, a que “no se duerme bien, ni se defeca bien, ni los alimentos saben de la misma forma”. Echa en falta el deseo y también el deseo del otro, de su marido: “Él y yo debemos aprender nuevas costumbres […] y cambiarle el nombre a ciertos asuntos”. Renuncia a los modelos de mujer madura impuestos, a “estar permanentemente pizpireta y operativa”. Pero reclama “su aspirina”, la pastilla apropiada. Pero no la habrá porque la menopausia es “jodidamente natural. Los calvarios de las hembras de la especie son jodidamente naturales”.

Opresivo universo

Luis Mateo Díez ha creado un mundo literario llamado Celama. Su geografía, sus personajes, su atmósfera, sus noches, su silencio envuelven a quien entra en esa región. La escritura salva los personajes, las acciones y los lugares de la morbidez en la que han sucumbido. Un lenguaje poético, una capacidad extraordinaria de describir sin morbo una realidad malsana, lejos de cualquier realismo canónico, nos adentran por los lugares de Celama y los relacionan con unos personajes que habitan una frontera entre la vida y la muerte, un lugar de nadie, una soledad que sólo ellos habitan.

“Los enfermos de mis ficciones –escribe Mateo Díez- irradian el polen de su aflicción, la melancolía de su intimidad, que tiene mucho que ver con las razones más hondas de su soledad y secreto”[2]. Su pequeño mundo, “su opresivo universo”, se llena de enfermedad. Así, leemos en La mirada del alma: “Hay una suciedad en el cuerpo del enfermo que embarduna el lugar donde vive”. O “El atardecer recobraba la suciedad de la bruma. El río salvaba el recodo pero seguía quieto y turbio, como el pellejo olvidado de un bicho que hubiesen sacrificado hacía mucho tiempo”. O “en aquel lugar, sentada en la misma piedra, mirando las aguas que supuraban una serosidad espesa”. O “la penumbra que manaba del zaguán como un humo turbio”. La fiebre y el delirio se confunden con “el perfume de un aire maltrecho”.

Encerrado en un sanatorio, Romero, el personaje central de La mirada del alma, nos cuenta su relación con tres mujeres, protagonistas de cincuenta años de su vida. Los interlocutores de Romero no somos los lectores sino otros dos enfermos con los que comparte pabellón. La vida de Romero llega, pues, desde un espacio cerrado después de haber transcurrido en un lugar aislado. Apenas percibiremos la diferencia entre las calles y los pasillos de ese pabellón, entre los edificios, los soportales o los zaguanes y las paredes, habitaciones o rincones del sanatorio. Confiesa Romero: “Todo lo que yo pudiera contar del sexo, del amor, del deseo, tendría el aliciente de lo irreal siendo, como es, […] algo de lo más real y verdadero. Lo mismo me sucede con la enfermedad”.

Todo es un paisaje interior: la región de Celama, los pueblos, sus edificios, cada uno de sus habitantes, narradores o personajes en los que vemos miradas del alma más que del cuerpo. La niebla empapa de humedad y difumina los contornos de una realidad imprecisa. Los hechos reales y verdaderos que viven o cuentan los personajes se mezclan con la irrealidad y la incertidumbre, como la monótona verdad de las décimas se mezcla con el delirio febril.



[1] Susan Sontag: La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas. Traducción de Mario Muchnik. Punto de Lectura, 2005, 2ª ed.
[2] Luis Mateo Díez: "Los males imaginarios". AA.VV. Con otra mirada: una visión de la enfermedad desde la literatura y el humanismo. Taurus. 2001.

jueves, 10 de mayo de 2018

Unamuno frente a Millán Astray


Unamuno, con barba, saliendo del Paraninfo de la Universidad de Salamanca 
tras el enfrentamiento con Millán Astray, el 12 de octubre de 1936. EFE
“Este es el templo de la inteligencia y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaríais algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho”. Según la historia que varias generaciones de españoles han aprendido, así terminó Miguel de Unamuno su interpelación al general José Millán Astray en el paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936. Así se redimió el intelectual vasco de su apoyo a los golpistas, y así se convirtió en símbolo de la democracia contra la dictadura, la civilización contra la barbarie y el bien contra el mal. Cómo no emocionarse ante el sabio anciano encarándose contra la bestialidad del general mutilado. Sus palabras son parte de la mitología española, un evangelio de valentía cívica ante el que solo cabe aplaudir con reverencia.

Ha habido biógrafos de Unamuno que ya señalaron que el relato de los sucesos del paraninfo se tomaba “muchas libertades” y obedecía “a una voluntad de dramatizar los hechos con todos los ingredientes indispensables para su teatralización”. Todo empezó, según el historiador Severiano Delgado, bibliotecario de la Universidad de Salamanca, que lleva años investigando la figura de Unamuno en Salamanca, en 1941. Luis Portillo era un joven profesor de Salamanca que participó en la guerra en el bando republicano y se exilió en Londres. En 1941, Portillo colaboraba con el servicio exterior de la BBC, junto a otro español, Arturo Barea, y en contacto con un gran conocedor de España y muy sensible a la causa de los exiliados republicanos, George Orwell. Fue este último quien puso a ambos en contacto con el prestigioso crítico Cyril Connelly, quien a su vez les encargó dos relatos para la revista literaria que dirigía, Horizons. Barea entregó un capítulo de las memorias que estaba escribiendo y Portillo compuso una narración ficticia del acto del 12 de octubre de 1936 en el paraninfo de Salamanca. Cayó en manos de un joven investigador que estaba escribiendo una monografía sobre la Guerra Civil llamado Hugh Thomas. Su obra se tituló The Spanish Civil War (1961), y en ella incluyó el relato de Portillo prácticamente sin retocar tomándolo por una crónica veraz. La pieza íntegra de Sergio del Molino en El País