viernes, 24 de noviembre de 2017

El origen del ´Black Friday´

Ya sabemos que el “Black Friday” o “Viernes Negro” es una tradición americana que consiste en una bajada de precios en los principales comercios, durante el último viernes del mes de noviembre, coincidiendo con la inauguración de las compras de Navidad. Pero, ¿cuál es el origen de esta celebración? 
El primer uso del término “Black Friday” se dio, no para referirse a las compras de Navidad, sino en relación a una crisis económica: el viernes 24 de septiembre de 1869, dos implacables financieros de Wall Street, Jay Gould y Jim Fisk, tras un intenso trabajo por conseguir grandes beneficios, fracasaron en su empeño, y el mercado entró en bancarrota. Por ello, se nombró a ese día como el “viernes negro”.
Otra de las historias que acompañan al término “Black Friday” tiene que ver con el papel de los pequeños comercios en el mercado. La tradición cuenta que, tras un año entero de pérdidas (es decir, números rojos), por fin, tras el día de Acción de Gracias, llegaba la época navideña, día a partir del cual comenzaban los beneficios, y con ellos, en lugar de números rojos, se producían “números negros”.
Otros afirman que su origen se remonta al 19 de noviembre de 1975, día en el que el “New York Times” acuñó por primera vez el adjetivo de “negro” para referirse al desbarajuste del tránsito y el caos que se había dado en la ciudad de Nueva York en aquel año, debido a los descuentos del día posterior a Acción de Gracias. Fuente: Canal Historia

jueves, 23 de noviembre de 2017

WTF, LOL y otras abreviaturas que deberías saber descifrar


Es un vulgarismo inglés que significa «What the fuck». Muy frecuente en la Red para expresar asombro o desacuerdo, significa «¿qué diablos?», «¿qué demonios?», «¿pero qué me estás contando?»...


Es un acrónimo en inglés que significa «Laughing out loud». Popularizado también en internet, se traduce como «reírse en voz alta o reírse mucho tiempo» (a carcajadas). En resumen: estar muerto de risa. Además cuenta con un plural: «LOLZ».

Dime qué palabras usas y te diré a qué generación perteneces

Cuando al autorretrato se le llamaba autorretrato,
Frida Khalo pintó el suyo
De los pololos a las hombreras. Solemos creer que es la moda la que define cada generación. En realidad, "son nuestras palabras las que nos visten", explica Mar Abad, autora del libro De estraperlo a #postureo (VOX). Ha recopilado los términos más representativos de las últimas cuatro generaciones en España.

En la generación silenciosa (aquellos nacidos en los años 20 y 30 del siglo pasado) se podían ganar unas "perras chicas" siendo "paragüero" o "afilador". Y las muchachas "peripuestas" vestían "pololos".

Los baby boomers, nacidos en las décadas de 1940 y 1950, iban en Vespa a los "guateques" luciendo sus mejores "niquis".

La generación X (nacidos en los 1960 y 1970) se llenó de "yuppies" sintiéndose "guay" porque hacían "footing". A otros les parecía "dabuten" darlo todo bailando a ritmo de "bakalao".

Los millennials (nacidos en los 80 y 90) se hacen "selfis" para olvidar que, con suerte, llegarán a ser "mileuristas".

Y al autorretrato se le llamó selfi
Hay cosas que no cambian. De las revistas que enseñaban a las mujeres a estar siempre guapas -"peripuestas"-, hemos pasado a los tutoriales de belleza en YouTube.

Viajar a través de las palabras nos permite confirmar que la sociedad también avanza de forma cíclica. El vocabulario de la generación silenciosa quedaba marcado por el hambre ("estraperlo", "puchero") y por la moral de la época ("pecaminoso", "descocarse"). Ahora se habla de "precariado" y "ninis" y las nuevas reglas morales también conquistan el lenguaje ("poliamor", "sexting"). Los términos que inventan sirven para referirse a los mismos temas. Mientras tanto, dos generaciones intermedias como los baby boomers y los X se han centrado en términos más relacionados con el consumo, el hedonismo y la apertura de las comunicaciones: "molar", "guay", "buga" y "emoticonos".

Al hacer un glosario para cada una de estas generaciones, la periodista se ha dado cuenta de que, curiosamente, son los jóvenes los que siempre definen el nuevo vocabulario. "[La adolescencia y primera juventud] es el momento en la vida en que buscamos independizarnos de nuestros padres. Tener nuestros propios códigos garantiza esa autonomía", explica.

Lo que es coloquial en una generación termina convirtiéndose más adelante en vocabulario habitual. "Solo que cada vez ocurre más rápido", dice.  Antes de internet, "esa evolución era muy lenta y dependía del boca a boca y de los medios de comunicación". Con las redes sociales "se ha acelerado el proceso" y ya no hace falta esperar ni una sola generación. Más en El País


martes, 14 de noviembre de 2017

Flamenco en la revolución de los sóviets


Juan Jorganes


Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897 – Londres, 1944) publicó en 1934 El maestro Juan Martínez que estaba allí. Republicano y demócrata convencido, con una brillante carrera periodística, se exilió antes de la victoria fascista, primero a París y después a Londres.

La editorial Renacimiento ha ido rescatando su obra y recopilando textos periodísticos y relatos. Su biografía del torero Juan Belmonte le mantenía en la frontera del olvido, sin cruzarla del todo. Para que hoy su obra sea fácil de encontrar en las librerías, incluso en ediciones de bolsillo, han contribuido la iniciativa editorial, el interés del público por lo que, grosso modo, conocemos como memoria histórica y a quien se considera el descubridor de un libro que califica de “crucial”, Andrés Trapiello. Ese libro se titula A sangre y fuego (1937).

Para Trapiello, Chaves Nogales representa la “tercera España”, la derrotada por los “hunos y los hotros”, que dijo Unamuno. Ambas expresiones han alcanzado fortuna en amplios sectores de la opinión publicada, que han encontrado en ellas la vestimenta intelectual para tapar su tibieza antifranquista y su hostilidad contra la II República, o en quienes reparten culpas entre un Gobierno legítimo y unos golpistas con tal precisión que alcanzan siempre el equilibrio del cincuenta por ciento. Según Trapiello, Chaves Nogales perdió la guerra y la literatura, “a diferencia de la mayoría de sus colegas, que o bien ganaron la guerra o bien ganaron la literatura”. Trapiello dixit y aquí se queda, que el maestro espera.

¿Quién es el maestro Juan Martínez y qué hacía por allí? En las primeras líneas, el autor nos lo presenta como “mi viejo amigo”, tiene cuarenta y tres años y vive en París. Bailarín e hijo de bailarín, “había robado a Sole –una moza de pueblo, alegre y bonita como una onza de oro- y se había ido con ella a París de Francia”. Con el nombre artístico de Los Martínez, “se ganaban la vida bailando por los cabarets de Montmartre”. Una vez hechas las presentaciones en un par de páginas, toma la palabra Juan Martínez y él será quien nos cuente su peripecia por allí, es decir, por Moscú, Petrogrado y Kiev. Era el año 1917, eran los días de la Revolución de Octubre. Estamos, pues, de centenario.

Lo primero que llama la atención es que Chaves Nogales elija a ese narrador para contarnos la Revolución rusa y que lo haga en los años treinta, tan marcados ideológicamente, cuando la política europea caminaba entre truenos y relámpagos por caminos que se cubrirían de millones de muertos. El año de la publicación del libro (1934) tampoco se vivía con placidez en España. El triunfo de la derecha en las elecciones de 1933 y sus decisiones antirreformistas tuvieron una respuesta extremista en Asturias, en cuya violentísima represión destacó el militar golpista Francisco Franco, y en Cataluña, cuyo presidente de la Generalitat, Lluís Companys, “proclama el Estado Catalán de la República Federal Española”, lo que les costaría la cárcel a él y a su Gobierno.

¿Es de fiar el punto de vista de un bailarín flamenco, un artista de varietés, un cabaretero? Chaves Nogales corría el peligro de que los prejuicios desacreditaran al narrador, pero el relato verosímil de aquellos diez días que conmovieron el mundo contado por Juan Martínez apasiona y divierte. Chaves elige al individuo frente al acontecimiento histórico; al desclasado acomodadizo, a quien todo le parece bien si él está bien, frente al militante ideologizado; y al antihéroe conformista, cuya única hazaña concebible en la vida es la de sobrevivir, frente al revolucionario. Por ello y por muchas de sus peripecias en las que no faltará el humor, resulta fácil relacionarlo con los pícaros de nuestra literatura clásica.

Mis alubias, mi guitarra y mi Sole

Los Martínez habían llegado a Moscú buscándose la vida. Su lugar de destino lo elegía cualquier oferta de trabajo, ya fuera París u otra ciudad que ni siquiera sabrían buscar en un mapa. La vida les cae encima, como a la mayoría de los mortales, y unas veces recogen billetes y champán y otras les llueven piedras y clavos. Juan Martínez juzgará cada circunstancia vital basándose en cuántos billetes o en cuántas piedras ha recogido a lo largo del día.

Detestará la revolución porque rompe un mundo previsible que les daba lo imprescindible para vivir. Si desaparecen burgueses y príncipes, desaparece el dinero que corría por los cabarets, y si desaparecen los cabarets, los burgueses y los príncipes, Los Martínez pasarán hambre.  La guerra civil entre blancos, rojos y nacionalistas ucranianos traerá mucha hambre, mucha violencia y muchos muertos. En consecuencia, Juan Martínez juzgará que todos son iguales y nos contará que el pueblo de Kiev aclama el bando que les libra del verdugo, pero, como todos son verdugos, la aclamación y la muerte se suceden en un círculo trágico y, a veces, grotesco.

“A mí la toma del poder por los bolcheviques, los famosos diez días que conmovieron al mundo, me cogieron en Moscú vestido de corto, bailando en el tablado de un cabaret y bebiendo champaña a todo pasto”. Eran los días buenos de Juan Martínez. En los días malos tendría que pelear, literalmente, por la comida o por un hueco en un tren para reencontrarse con Sole: “Molido, lleno el cuerpo de cardenales, con los nudillos sangrando, me senté en un rinconcito del pasillo con mis alubias, mi arroz y mi guitarra, y allí fui acurrucado como un perrillo durante todo el viaje, pensando: ¿Qué habrá pasado en Moscú? ¿Qué habrá sido de mi Sole?”.

No será esa la peor situación en la que se encuentre, pero contiene los elementos vitales básicos de nuestro bailarín, sin los cuales no hay revolución que le merezca la pena: comida, trabajo y amor. ¿Por qué huía de los bolcheviques? “No porque yo tuviese unas ideas políticas distintas de las de ellos, que nunca he tenido una idea política, sino porque los bolcheviques, buenos o malos, sostenían que los artistas de cabaret no teníamos derecho a la vida y deseaban que nos muriésemos cuanto antes”.

Un flamenco, ¿es un proletario?

Ni el oficio de bailarín flamenco ni la vestimenta, tanto la de calle como la artística, ayudaron a Martínez cuando los salvoconductos imprescindibles los expedían el ser y parecer un proletario.  En un tren atestado de militares soviéticos, se salvará de la ira de aquella gente cuando demostró que se ganaba la vida como un obrero al enseñar las palmas de las manos deformadas por dos callos enormes. Lo que no les dijo es que los habían causado las castañuelas.

Sole resume su situación: “Aquí ya no somos artistas, ni españoles, ni burgueses, ni nada. Aquí no tienen derecho a comer ni a vivir más que los proletarios y los bolcheviques, y ya estamos tú y yo siendo más proletarios y más bolcheviques que nadie”. Claro que, visto lo visto, formar un sindicato de artistas de cabaret e incautarse de alguno en nombre de la Revolución tampoco parecía una buena idea. Sole tiene la solución: “Podíamos juntarnos con los artistas del circo. Nos metemos en su sindicato, servimos a los bolcheviques en lo que quieran y que nos den de comer. No vamos a morirnos de hambre porque hayamos tenido la desgracia de no haber nacido bolcheviques. Tampoco en España habíamos nacido señoritos, y nos ingeniábamos para servirles y que nos diesen de comer”.

La solución de Sole contiene los principios fundamentales de la pareja: Servimos a quien nos dé de comer, sea señorito o bolchevique. Son los mismos principios del pícaro, que no le impiden criticar el poder al que sirve.

En los vaivenes de aquellos días, Juan Martínez se vio convertido en guardia rojo de la noche a la mañana. “Prudentemente, procuré no distinguirme demasiado”, aclara.

Dispuesto a reivindicar siempre que podía su oficio de artista de varietés, de bailarín, se presentan ante la comisión depuradora del sindicato con la intención de bailar un tango, ella con un “elegante vestido de soirée” y él con un frac. No les dejaron ni empezar. En la Rusia soviética no había lugar ni para fracs ni para bailes de salón. “Atiende, camarada –le dice al presidente de la comisión depuradora- mi verdadero arte no es éste, sino el flamenco”. Nadie sabe lo que es eso. Así se lo explica: “Es un arte exótico, que tiene valor universal. No es un arte de burgueses, sino del pueblo, el arte más popular del mundo”. Se cambia el frac por una chupa y se marca una farruca acompañado sólo por el castañeteo de los dedos. Cuando acaba, la sorprendida comisión no sabe a qué atenerse. Después de refregarse la gorra con la pelambrera, el presidente de la comisión le dice al secretario: “Martínez, contorsionista. Al circo”.


En 1919 John Reed publicó en EE UU Diez días que conmocionaron el mundo. Se ha convertido en un clásico sobre la Revolución de Octubre. Renacimiento edita ahora la versión española que la Editorial Laboremos imprimió en 1929. El periodista estadounidense, militante socialista, revolucionario, escribe sus crónicas desde un punto de vista muy distinto al de Chaves. El libro de Reed lo encontraremos en la sección de Historia y el de Chaves en la de Literatura. Sin embargo, deberían leerse uno a continuación del otro. La revolución vista a ras de suelo (Chaves) y la revolución vista desde la altura de un acontecimiento histórico, como heroica lucha y heroico triunfo bolchevique (Reed). La relación entre el individuo y la masa (organización o Estado) vive en un conflicto siempre. Si se inició tras una revolución, como la soviética, ya comenzó traumáticamente y sabemos cómo acabó; si se inició con un pacto social, como el socialdemócrata, las aspiraciones individuales contra los límites del Estado para satisfacerlas acabarán por romperlo (en esas estamos). Uno y otro libro, contando lo mismo desde perspectivas tan diferentes, incitan a una sugerente práctica de la dialéctica.

Publicado en el núm. 85 de la Revista de Estudios y Cultura de la Fundación 1 de Mayo

lunes, 6 de noviembre de 2017

Breve historia de la letra eñe

En los textos escritos en latín, y posteriormente también en aquellos escritos en los idiomas que vienen de él, las palabras se abreviaban muchísimo. Hoy los puristas se espantan de que en los mensajes por teléfono la gente escriba q en lugar de que o tngo por tengo, pero lo cierto es que si miramos manuscritos medievales o incluso impresos de los siglos XVI a XVIII, nos encontramos muchísimas palabras abreviadas.

Normalmente, la abreviación se señalaba con una marquita (una línea chica, una comita o unos puntos) arriba de la palabra que se estaba abreviando. Había voces muy frecuentes (que, para, tierra...) que salían abreviadas, tanto en escritos muy cuidados como en otros menos elaborados. Un signo de abreviación de lo más común era el de usar una línea encima de una letra, y eso implicaba añadir una ene. O sea, si escribían contādo, la palabra era en realidad contando. O pēsar era pensar.

En latín no existía el sonido de la eñe. En las lenguas derivadas del latín existe ese nuevo sonido porque ha evolucionado la pronunciación de algunas sílabas latinas específicas. Así, usamos eñe para puño, viña, paño, o para el propio nombre España, donde en latín había pugnu, vinea, pannus e Hispania.

Las lenguas que han salido del latín se escriben tomando las letras del latín. Pero ¿qué pasa si te inventas, si creas un sonido nuevo? ¿Cómo lo escribes? ¿Cómo representar el sonido de la eñe? Se usaron diversas letras para representarlo, y la mayoría de las lenguas romances apostó por combinar dos letras: el catalán lo escribe con ny. El portugués con nh. Con gn se representa en francés... Para el caso del castellano, desde el siglo XIII ya está bastante generalizado el hábito de utilizar ñ (o sea, n con raya encima) para el nuevo sonido.

¿Por qué el castellano optó por la eñe? Fue una especie de acuerdo tácito derivado del uso: no todas, pero sí muchas de las palabras que se escribían y pronunciaban con nn en latín dieron el nuevo sonido para el que se buscaba representación (canna > caña). Y como una doble n se podía abreviar con n y una línea encima... Ahí tenemos el origen de la ñ. Lo exclusivo del español no es el sonido (que tienen otras lenguas hermanas) sino la letra con que representarlo.

En 1991, cuando, pensando en la comodidad del comercio entre países, la Unión Europea propuso excluir a la letra eñe de los teclados de ordenadores españoles, las reacciones enardecidas de políticos y escritores echaron atrás la propuesta. ¡Hubo hasta quien dijo que si la eñe no entraba en el teclado, España se saldría de la Unión Europea! Luego han venido también noticias agradables, como la inclusión de la eñe en los nombres de dominios web. 

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