- Hablantes frente a expertos. Con la excepción de la ortografía, quien decide sobre los fenómenos lingüísticos es la colectividad, no la Academia ni los ministerios
Pedro Álvarez de Miranda
Gorka Lejarcegi |
[…] De los distintos planos de una lengua, el único que está
sometido a una regulación convencional es el de la ortografía. Del mismo modo
que en carretera se circula por la derecha y no por la izquierda —salvo en
ciertos países en que la convención es justamente la contraria— o que una luz
roja obliga a detenerse y una verde nos permite pasar —podría ser al revés, u
otros los colores—, determinadas palabras se escriben […] con j o con g, con b
o con v, con hache o sin ella, llevan acento gráfico las agudas que terminan en
vocal, n o s y no lo llevan en cambio las llanas que están en esa misma
situación, etcétera. Son reglas, insistamos, convencionales, que podrían ser
otras, o cambiar. […]
Pero si la regulación del tráfico está en manos de la
dirección general correspondiente (y, supongo, de organismos supranacionales,
para que, al menos en lo básico, no haya grandes disparidades de un país a
otro), ¿a quién compete la regulación ortográfica? La respuesta a esta pregunta
es sumamente compleja, y apunta a un abanico de posibilidades que van desde el
mero consenso asentado en una tradición consuetudinaria hasta la existencia de
una entidad que ejerce la potestad reguladora. Ni siquiera son equiparables los
casos de dos lenguas dotadas ambas de Academia, como el español y el francés,
pues, por ejemplo, la autoridad prescriptiva en materia ortográfica de la Real
Academia Española es sensiblemente mayor que la de la Académie française.
Antes de la fundación de la Española se habían producido
intentos particulares de regular nuestra ortografía, pero no habían pasado de
ser eso: conatos individuales. ¡Cuánto le hubiera gustado a Nebrija, por
ejemplo, que su propuesta ortográfica de 1492, renovada en 1517, fuese
generalmente aceptada! No fue así, ni con la suya ni con otras posteriores, y
solo la existencia de una entidad respaldada por la Corona hizo que las decisiones
académicas en materia de ortografía literal (esto es, ortografía de las
letras), sabiamente dosificadas entre 1726 y 1815, fueran progresivamente
aceptadas por las imprentas y se generalizaran a través de la enseñanza, de
modo que, en lo sustancial, el uso de las letras no ha cambiado en los dos
últimos siglos. A que ello haya sido así, en un caso a priori tan proclive a la
dispersión como el de una lengua escrita no solo en España sino en un elevado
número de repúblicas soberanas que se extienden entre el río Bravo y el
estrecho de Magallanes, contribuyó decisivamente la fundación desde 1871 de
toda una serie de academias correspondientes de la Española en los países de
aquel continente, corporaciones hoy integradas en la Asociación de Academias de
la Lengua Española (ASALE).
Los hispanohablantes tenemos motivos para estar satisfechos
no solo por nuestra unanimidad ortográfica —que tanto contrasta, por ejemplo,
con el divorcio entre la ortografía portuguesa y la brasileña—, sino también
por la sencillez, la transparencia y la racionalidad de nuestra ortografía, no
absolutamente fonológica, es decir, sin completa correspondencia entre sonidos
y letras, pero muy cercana a ella y con un sistema de acentuación inequívoco
que bien podría envidiarnos, por ejemplo, el italiano.
En tales condiciones, debe exigirse suma cautela a la hora
de introducir cualquier cambio en nuestra ortografía, cabe incluso reclamar que
nada se toque en ella. Las pocas modificaciones introducidas en las ortografías
académicas de 1999 y 2010, por ejemplo en el terreno de la acentuación, han
sido recibidas con polémica, con resistencias y aun con llamadas a la desobediencia.
Y es que los hablantes, en materia ortográfica, se irritan con las novedades […].
En los terrenos que no son el ortográfico, es decir, en el
gramatical y el léxico, el planteamiento es muy otro. Los gramáticos y los
lexicógrafos —y señaladamente dentro de ellos, en el mundo hispánico, la
Academia Española y las Academias de ASALE— codifican el uso, y puesto que este
emana esencialmente de la voluntad de los hablantes, su actuación es cada vez
más descriptiva que prescriptiva. Normativa, si se quiere, pero entendiendo la
norma como el conjunto de los usos normales en una determinada modalidad de la
lengua.
[…]
Como gustaba decir don Emilio Alarcos, hay que dejar a la
lengua, y a las lenguas, en paz. En ellas manda —salvo en el terreno
ortográfico, como hemos pretendido dejar claro— la colectividad. Si los
ciudadanos son depositarios de la soberanía política, los hablantes lo son de
la lingüística.
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