Santiago Roncagliolo |
A mi hija de cinco años le han regalado una muñeca gigante.
Es más alta que la niña. Lleva un traje a la moda, maquillaje y una pulsera en
el tobillo. Su dueña no la ve como una bebé, sino como una amiga madura y
experimentada.
- Papi, ¿sabes que cuando sea grande voy a ir a fiestas y
beber cerveza?
- ¿De dónde has sacado eso, cariño?
- Me lo ha explicado mi muñeca.
La muñeca gigante se pasa la vida explicándole cosas. Antes,
por las noches, frente al televisor, yo me sentaba junto a mi niña. Ahora, la
muñeca se interpone entre nosotros, y la niña le cuchichea. A veces, parece que
me miran y se ríen entre ellas.
- Papi -afirma mi hija-, ¿sabías que cuando sea grande voy a
divorciarme?
- Bueno, tienes todavía un tiempo para pensarlo...
- Me lo ha dicho la muñeca. Y me quedaré con los bienes de
mi marido. Y con los niños.
He tratado de discutir esos extremos, pero, al parecer, la
muñeca gigante goza de más credibilidad que yo.
En los viejos tiempos, las muñecas cumplían el papel de
hijas de sus dueñas, modelo a escala de la familia tradicional. Hoy,
desarrollan toda una gama de roles, desde ejemplos profesionales hasta iconos
de consumo o escaparates de la diversidad cultural. Cada muñeca es una mujer en
potencia: un futuro posible para sus usuarias y sus familias.
He aceptado el cambio con espíritu abierto y tolerante. Pero
de noche, cuando me acerco a besar a mi hija dormida, su muñeca me mira con
desprecio. Creo que voy a pedir una orden de alejamiento contra ella.
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