domingo, 8 de mayo de 2016

Filipinas. Los últimos del español

  • La muerte de los últimos hispanohablantes nativos en Filipinas encuentra consuelo en el interés de los jóvenes: aprendiendo el idioma mejoran sus condiciones de trabajo


Calle dedicada a Don Quijote en el barrio manileño de Sampaloc.
Barrio de Sampaloc (Manilas)
Foto de Nacho Hernández
"El español nunca se habló del todo aquí, pero tampoco se perderá del todo nunca", redondea en una frase el historiador Carlos Madrid, director del Instituto Cervantes de Manila. Toma un café en el mismo hotel que acogió al poeta Jaime Gil de Biedma en su primera estancia en la ciudad, el Luneta. Por albergar la Cruz Roja, el edificio sobrevivió al asedio de japoneses y americanos durante la segunda guerra mundial. La Batalla de Manila se cobró 100.000 vidas y la belleza de la arquitectura colonial de una capital que, tras Varsovia, resultó la más dañada en el conflicto. Su corazón, Intramuros, quedó arrasado. Y ese era el barrio con más presencia española. Tras sus murallas, raro es que se mantengan en pie, el idioma se había atrincherado durante años contra los envites de los maestros enviados por Estados Unidos, los thomasites o tomasitos, que inculcaban en las escuelas la lengua inglesa.

La destrucción de Intramuros y la dispersión de sus antiguos habitantes propinaron un golpe mortal a un idioma que ya estaba extinguiéndose. Se perdieron sus vínculos vecinales, se disolvió la comunidad de unos hablantes forzados a adoptar el tagalo o el inglés para comunicarse con sus nuevos convecinos. Se calcula que en todo el país ya solo lo mantienen vivo unas 6.000 personas, la mitad españolas y la mitad filipinas, aunque otras cuentas mejoran las cifras. Al respecto, el filólogo filipinista Isaac Donoso advierte de que no hay datos estadísticos oficiales. La última valoración fiable data de 2008: dos millones de filipinos tenían alguna competencia en español como segunda o tercera lengua y 1.200.000 eran chabacanohablantes. "Se puede decir que ese tradicional censo se está incrementando notablemente, no tanto por los hablantes de primera lengua, sino por los filipinos que aprenden español para su uso profesional", abunda el experto.

Calles de Intramuros, barrio hispanohablante de Manila
Foto de Nacho Hernández
Cierto es que, aunque estuvo bajo dominio hispano durante tres siglos, el castellano nunca llegó a calar en Filipinas tanto como en los países hispanoamericanos. "El Estado español no tenía capacidad de enviar funcionarios a todas partes, pero quienes sí contaban con personas en cada pueblo eran las órdenes religiosas", explica Carlos Madrid. "Durante la colonia, hubo ocasiones en que España promovió aquí la enseñanza del idioma. Sin embargo, las órdenes la limitaban porque así se convertían en la bisagra entre el Estado y el pueblo. Hicieron una labor extraordinaria pero desde el púlpito y hablando las lenguas locales, podían darle la vuelta al país como quisieran".


El idioma permea el habla cotidiana: los nombres de los muebles y utensilios comunes, los días de la semana, en gran medida los números y casi siempre las horas siguen diciéndose en español. Kapre (de cafre; en varias lenguas de filipinas el sonido f no existe) es un diablillo que hace trastadas en las casas. Prestar atención es asikaso (de hacer caso) en tagalo y para preguntar "¿cómo está (usted)?" se dice kumustá? La toponimia y los apellidos están invadidos de español, a veces con desatino: Loco y Cagadas figuran entre ellos. Mecate, zacate, petate, palenque son, a la vez, mexicanismos y filipinismos. En Manila se oye aún anteojos para referirse a las gafas. En las provincias, sobrevive un término si cabe más arcaico: quevedos. Un tercio del vocabulario del tagalo se debe al español. 

Extracto del reportaje de José M. Abad Liñán. El texto completo en El País

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