- La muerte de los últimos hispanohablantes nativos en
Filipinas encuentra consuelo en el interés de los jóvenes: aprendiendo el
idioma mejoran sus condiciones de trabajo
Barrio de Sampaloc (Manilas) Foto de Nacho Hernández |
"El español nunca se habló del todo aquí, pero tampoco
se perderá del todo nunca", redondea en una frase el historiador Carlos
Madrid, director del Instituto Cervantes de Manila. Toma un café en el mismo
hotel que acogió al poeta Jaime Gil de Biedma en su primera estancia en la
ciudad, el Luneta. Por albergar la Cruz Roja, el edificio sobrevivió al asedio
de japoneses y americanos durante la segunda guerra mundial. La Batalla de
Manila se cobró 100.000 vidas y la belleza de la arquitectura colonial de una
capital que, tras Varsovia, resultó la más dañada en el conflicto. Su corazón,
Intramuros, quedó arrasado. Y ese era el barrio con más presencia española.
Tras sus murallas, raro es que se mantengan en pie, el idioma se había
atrincherado durante años contra los envites de los maestros enviados por
Estados Unidos, los thomasites o tomasitos, que inculcaban en las escuelas la
lengua inglesa.
La destrucción de Intramuros y la dispersión de sus antiguos
habitantes propinaron un golpe mortal a un idioma que ya estaba extinguiéndose.
Se perdieron sus vínculos vecinales, se disolvió la comunidad de unos hablantes
forzados a adoptar el tagalo o el inglés para comunicarse con sus nuevos
convecinos. Se calcula que en todo el país ya solo lo mantienen vivo unas 6.000
personas, la mitad españolas y la mitad filipinas, aunque otras cuentas mejoran
las cifras. Al respecto, el filólogo filipinista Isaac Donoso advierte de que
no hay datos estadísticos oficiales. La última valoración fiable data de 2008:
dos millones de filipinos tenían alguna competencia en español como segunda o
tercera lengua y 1.200.000 eran chabacanohablantes. "Se puede decir que
ese tradicional censo se está incrementando notablemente, no tanto por los
hablantes de primera lengua, sino por los filipinos que aprenden español para
su uso profesional", abunda el experto.
Calles de Intramuros, barrio hispanohablante de Manila Foto de Nacho Hernández |
Cierto es que, aunque estuvo bajo dominio hispano durante
tres siglos, el castellano nunca llegó a calar en Filipinas tanto como en los
países hispanoamericanos. "El Estado español no tenía capacidad de enviar
funcionarios a todas partes, pero quienes sí contaban con personas en cada
pueblo eran las órdenes religiosas", explica Carlos Madrid. "Durante
la colonia, hubo ocasiones en que España promovió aquí la enseñanza del idioma.
Sin embargo, las órdenes la limitaban porque así se convertían en la bisagra
entre el Estado y el pueblo. Hicieron una labor extraordinaria pero desde el
púlpito y hablando las lenguas locales, podían darle la vuelta al país como
quisieran".
El idioma permea el habla cotidiana: los nombres de los
muebles y utensilios comunes, los días de la semana, en gran medida los números
y casi siempre las horas siguen diciéndose en español. Kapre (de cafre; en varias lenguas de filipinas el sonido f no
existe) es un diablillo que hace trastadas en las casas. Prestar atención es asikaso (de hacer caso) en tagalo y para
preguntar "¿cómo está (usted)?" se dice kumustá? La toponimia y los apellidos están invadidos de español, a
veces con desatino: Loco y Cagadas figuran entre ellos. Mecate, zacate, petate, palenque son, a la vez, mexicanismos y
filipinismos. En Manila se oye aún anteojos para referirse a las gafas. En las
provincias, sobrevive un término si cabe más arcaico: quevedos. Un tercio del
vocabulario del tagalo se debe al español.
Extracto del reportaje de José M. Abad Liñán. El texto completo en El País
No hay comentarios:
Publicar un comentario