lunes, 6 de octubre de 2014

Alberto Méndez, el luminoso destello del escritor furtivo

Un congreso en la Universidad de Zúrich rescata, diez años después de la muerte del autor de Los girasoles ciegos, la magia del libro que ganó el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa (2005)




Alberto Méndez
En el amable otoño neoyorquino de 2005 estaba con un grupo de amigos, muy relevantes en el mundo de la edición, cuando sonó mi teléfono móvil: acababan de premiar con el Nacional de Narrativa a Alberto Méndez, por Los girasoles ciegos(Anagrama). Hacía un año que Méndez había muerto. No pudo, ni siquiera, atisbar el unánime reconocimiento a un escritor descomunal. Nunca el Premio Nacional de Narrativa, el más importante galardón, se había concedido a un autor fallecido. Nunca al autor de una sola obra. Nunca a un escritor absolutamente desconocido. Ante mis balbuceos lacrimosos preguntaron con delicadeza quién era Alberto Méndez. El más importante escritor desconocido, sigue siéndolo diez años después de su muerte, con un libro que no solo es un continuo éxito editorial en Europa, sino que además es un texto de culto, traducido y reeditado en más de 11 idiomas.

Los personajes, las historias y la escritura de Los girasoles ciegos son los propios de un genial escritor, de un enérgico fabulador. Pero esa energía solo pudo ser trasvasada a su escritura en el tramo final de su vida. 
Afortunadamente, en los últimos ocho años de su vida pudo entregarse a una escritura intensa, cuando encontró, al fin, Las Brañas. Rematando una colina desde la que podía verse el mar, reconstruyó una casona con una sensibilidad, delicadeza y elegante confortabilidad que la hacían inolvidable. Desde primeras horas de la mañana se entregaba a la escritura. Un cigarrillo y un café era todo lo que necesitaba para dejar el sueño y encontrarse lúcido. Nuestras conversaciones podían prolongarse hasta altas y alcohólicas horas de la noche, pero casi con el amanecer Alberto ya estaba trabajando. Escribía, corregía, desechaba, volvía de nuevo. Su instinto de escritor era tan versátil como exacto.
El mar, el ozono marino le daba una serenidad especial. Era un buen nadador y un excelente pescador submarino.
Creía que la literatura debía hablar de la condición humana y del esplendor, tantas veces oculto, de la vida. Necesitaba que las historias fuesen reales para dar esa consistencia y fragilidad única a sus personajes. Toda su literatura está envuelta por una enigmática compasión. A mí me parece que esa es la clave de una escritura que al cabo de los años sigue atrapando con una atracción abisal a lectores de diferentes generaciones y culturas.
El último viaje largo que hicimos juntos fue explorando las villas de Palladio entre los canales del Véneto. El hermetismo férreo con el que Alberto llevaba los avances de Los Girasoles, comenzó a abrirse tumbados los dos en una pradera de la Villa Rotonda. Ya no hablaba de personajes y relatos sino de un libro en el que estos se mezclarían como en un retablo, en el que las escenas, las figuras, el propio estilo pictórico sería necesario para que conformasen un todo. Me confesó que el relato uno y el tres estaban terminados, el dos a falta de una última corrección y el cuatro muy avanzado. Todo su arrojo en cualquier tema, se transformaba en timidez celosamente defensiva con su escritura. Por fin me dejó leer un montón de folios. Aquellas páginas eran escritura con mayúsculas, gran, gran literatura.
Cartel de la película basada en la novela
de Alberto Méndez
No me cansaba de pedirle un último esfuerzo, el cuarto relato, el final de Los Girasoles. Urgencia porque estaba ante la obra maestra del amigo hermano ya seriamente enfermo. A comienzos de 2003 la enfermedad avanzaba, Los Girasoles finalizados, pero él se resistía a dar el último paso. Creía que nadie le recordaba, que su escritura era marginal para los cenáculos críticos y además, estaba agotado por su día a día y su noche a noche tan dolorosas. Entregó el manuscrito a Herralde, que a las 48 horas había leído Los Girasoles, quería firmar el contrato para editar inmediatamente. Alberto revivió durante unos meses. Hacía planes de futuro pero ya solo podía dar pequeños paseos.
El libro estaba en las librerías a comienzos de 2004. El boca a oído comenzó a funcionar. Cada lector de Los Girasoles no podía dejar de recomendarlo con una convicción emocionada. Solo firmar ejemplares en la Feria del Libro era ya un trabajo agotador.
Murió a finales de diciembre de 2004, menos de un año tras la edición del libro. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” afirmaba Wittgenstein. Ahora el mundo de Alberto Méndez, inabarcable y luminoso, es el que está en sus Girasoles Ciegos.


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