- A la mesa de novedades han llegado dos títulos destacados con las etiquetas de autoficción (Ordesa, de Manuel Vilas) y novela sin ficción (Una novela criminal, de Jorge Volpi). Liberados del plástico de las etiquetas, se leen con tanto gusto como para quitarnos mil canas.
Juan Jorganes Díez
La novela acaparó toda la atención del público en el siglo
XIX y la mantiene dos siglos después. El teatro representado compitió con éxito
mientras se mantuvo como el único espectáculo disponible (o casi) para la
sociedad en general. Con el paso de los años llegaron la radio, el cine y la
televisión que democratizaron el entretenimiento al ponerlo al alcance de todos
los públicos y arrasaron con la que se llamaría cultura de masas en los años
sesenta del siglo XX.
Vivimos un presente audiovisual, en
el que cabe la palabra, con un medio de difusión tan revolucionario como Internet.
Cualquier manifestación artística surge entre la confusión de géneros, la
mezcla de elementos viejos (literatura, cine, música, pintura, fotografía,
escultura, dramaturgia o televisión) y nuevos (el resultado de esas mezclas
posibles y de técnicas novedosas que provocan amalgamas insólitas), y con una
capacidad de difusión sin límites. Desaparecieron los rigores académicos y, por
tanto, la referencia de un canon. Todo esto no son sino ventajas para la
creación, pues vive muy bien en la libertad. Sus peores enemigos: aceptar la
equivalencia entre novedad técnica vinculada a las nuevas tecnologías y novedad
artística en unos tiempos en que las novedades tecnológicas surgen a diario, y,
ante la falta de canon, aceptar como verdad la falsedad posmoderna del todo
vale.
La paradoja de las vanguardias
surgidas a comienzos del s. XX es que establecieron la norma de romper con las
normas artísticas. Las vanguardias derribaron paredes y tapiales, suprimieron
pasillos y techos, se salieron de los caminos para moverse en campo abierto, llevaron
el arte al aire libre y dejaron claro que el arte puede ser una broma muy seria
hasta el punto de que las chanzas a costa del arte en general se convirtieran
en un proceso y en un fin artísticos. Tan dadas a los manifiestos, con sus
principios y sus reglas, implantaron la heterodoxia y situaron en el horizonte
los límites de cualquier manifestación artística. Tenemos, pues, un siglo de
experiencia vanguardista. Por eso, contemplamos lo último de lo último, lo más
de lo más, con una curiosidad más serena que agitada.
Sin manifiestos teóricos ni otras
trascendencias, Miguel de Cervantes había dejado libre de fronteras el mapa de
la narración con el Quijote. Con
Cervantes la novela lo abarca todo, en la novela cabe todo, no tiene límites. La
ficción y la literatura pueden formar parte de la trama; la parodia, el
realismo y la fantasía también; la comedia y la tragedia van juntas, como en la
vida misma; el narrador entra y sale de la narración, cede la palabra a otros
narradores, ironiza sobre los hechos, sobre la obra, sobre lo que le da la gana.
El Quijote, la obra misma, en fin, es
un manifiesto de libérrima libertad narrativa. Si tenemos un siglo de
experiencia en vanguardias artísticas, en la novela tenemos cinco siglos.
De norte a sur, de este a oeste,
ayer y hoy, compartimos las palabras del ventero cervantino: “siempre hay
alguno que sabe leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos
dél más de treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil
canas”. Poco importan el formato o el soporte, que se base en hechos reales o
imaginados: a los seres humanos nos gusta que nos cuenten historias. Sean
“libros mentirosos” y estén llenos de “disparates y devaneos” o sean “historias
verdaderas”. Esta clasificación del cura paisano de don Quijote solo les
preocupaba a él y a otros como él y no sirvió más que para quemar en la hoguera
buena parte de la biblioteca de Alonso Quijano.
Abierto cualquier libro, leídas
las primeras líneas, ¿nos comportaremos como curas o como venteros? Los curas
llevan en una mano el agua bendita para lo verdadero y en la otra el fuego
eterno para lo mentiroso. A los venteros que la historia sea verdadera les
añadirá más emoción o les importará un pito, pues ya leyeron relatos llenos de
disparates y devaneos que resultaron excelentes novelas y novelas basadas en
historias verdaderas que empezaban con una torpe relación de hechos y acabaron
abandonadas en una estantería.
A la mesa de novedades han
llegado dos títulos destacados con las etiquetas de autoficción (Ordesa, de Manuel Vilas) y novela sin
ficción (Una novela criminal, de
Jorge Volpi). Liberados del plástico de las etiquetas, se leen con tanto gusto
como para quitarnos mil canas.
Juego de verdades y mentiras
Jorge Volpi cuenta en Una
novela criminal (Alfaguara, 2018) la historia de la francesa Florence
Cassez y del mejicano Israel Vallarta detenidos por la policía mejicana en una
operación televisada en directo que se sabría después que había sido amañada. Las
irregularidades policiales y judiciales y las manipulaciones periodísticas
convirtieron el caso en un conflicto diplomático entre México y Francia. Volpi
se basa en el expediente de la causa criminal, en investigaciones periodísticas
y en declaraciones de los protagonistas. En la advertencia inicial previene de
que “en ocasiones me arriesgué a
conjeturar”.
Volpi utiliza la peripecia
personal de Cassez y Vallarta para mostrar el pudridero policial, judicial,
periodístico y político mejicano. Un sistema que se traga a quien tenga la mala
suerte de caer por sus orillas. Cassez y Vallarta son unas víctimas del
sistema. Como tal las presenta Volpi, que nunca les juzga por sus acciones pasadas
o presentes y que tampoco les muestra como héroes. Ser una víctima no equivale
a ser un ejemplo. Acierta plenamente en la construcción de estos dos personajes,
cuya causa resultará difícil no apoyar, pero no porque aparezcan como
angelicales víctimas sino porque son víctimas y en todo lo demás son iguales o
peores que cualquiera.
Podemos iniciar la novela sabiendo
el final, pues no nos faltará información sobre el caso refrescada al
publicarse el libro. Igualmente nos apasionará el relato del entramado en el
que se ven atrapados los dos personajes. Tanto los hilos más gruesos como los
más finos y sutiles Volpi los maneja con la habilidad que le exigimos a
cualquier narrador para que no pierda nuestra atención. La dificultad es grande
porque la madeja que tiene en sus manos el autor es enorme y enrevesada.
A esa dificultad se le añaden la
de seleccionar tanta documentación como generó el caso y la de conseguir que no
nos perdamos en el juego de verdades y mentiras que se nos muestra para que
sigamos caminando en tensión sobre el hilo de la trama. Solo se enfría la
pasión de la lectura ocasionalmente, cuando el autor quiere asegurarse de que
no nos perdemos y reitera la información y cuando quiere mostrarnos la verdad
de la verdad añadiendo información a la información.
Aquí la ficción la construyen los
personajes que deberían buscar la verdad (policías y periodistas) y los que,
cuando surge el conflicto, deberían impartir justicia (jueces). El escritor
busca la verdad entre las mentiras de sus personajes. Para ello escribe esta
novela. El juego narrativo se complica, la realidad y la ficción se mezclan, se
amalgaman en dos planos: en la vida real y en la vida literaria (la novela).
El ruido de fondo de la vida
Manuel Vilas ha conseguido con Ordesa el aplauso de la crítica y el éxito de la venta. Volpi y
Vilas coinciden en que sus protagonistas serían descartados en la primera
selección de candidatos a vidas ejemplares. Sin embargo, resultan irresistibles
para quienes amamos a los héroes de la vida cotidiana. Los amamos en los buenos
libros, otra cosa sería tener que convivir con alguno en la vida real.
Esos personajes vulgares que
protagonizan novelas se convierten en únicos gracias a la buena escritura de
sus autores, adquieren una personalidad singular gracias a la literatura. Entre
la normalidad de la vida (“La gente es como es, y ya está”) y la originalidad de
la literatura media la mano del escritor. Por ejemplo, el protagonista de Ordesa, un profesor de instituto de más
de cincuenta años, recién divorciado, con hijos en la edad en la que, sobre
todas las cosas, son enigmas acojonantes, “cada día más solo”, que vive de alquiler
en un apartamento lleno de polvo, con muebles y electrodomésticos baratos, en
plena construcción de su nuevo hogar. Una compañía desaconsejable si no fuera
por que se parece mucho a nuestro mejor amigo o a nuestra hermana más querida y
porque Vilas lo encierra en un libro para que la escritura lo convierta en un
personaje que nos arrastra a sus aguas más profundas, donde no nos atrevemos a
navegar ni siquiera dentro de nosotros mismos.
La novela basada en hechos reales
tiene el atractivo irresistible y morboso de las vidas ajenas, pero también conocemos
personajes de ficción irresistibles y morbosos, que nos enamoran o que repudiamos, porque en ambos casos
nos fascinan (sirvan los ejemplos de Ana Ozores y Fermín de Pas). Al fin y al
cabo, los personajes de ficción se componen de personajes reales –toda ficción
es, en este sentido, realista-. En Ordesa
coinciden autor, narrador y protagonista. Los demás personajes se relacionan
con el protagonista, sobre todo, por vínculos familiares.
Su madre y su padre se convierten
en héroes de la épica cotidiana, sin que sucedan hechos más extraordinarios que
el vivir día a día, y se convierten también en protagonistas de un poema lírico
por la exaltación de un amor filial que exhibe la vida de una y otro sin
cosmética: “No me importa exhibir la vida de mi padre. […] Nos vendría muy bien
escribir sobre nuestras familias, sin ficción alguna, sin novelas. […] Me gusta
mucho que los amigos me cuenten la vida de sus padres. […] Puedo ver a esos
padres, luchando por sus hijos. Es la lucha más hermosa del mundo”.
Vilas mezcla épica cotidiana y
lirismo familiar sin caer en una exaltación pseudorreligiosa de la familia ni
en melifluos sentimentalismos. Los personajes se presentan sin filtros. Sus páginas se leen con el ruido de fondo de la vida. Escribe, así, en palabras de Juan José Millás,
un libro salvaje que te rompe el alma.