Juan Jorganes Díez
Cuando José Hierro
logró en 1999 el Premio Nacional de Poesía por Cuaderno de Nueva York, se habían imprimido ocho ediciones del
libro y se habían vendido 25.000 ejemplares. Había pasado año y medio desde su
publicación. Al autor este éxito de ventas le resultaba “absolutamente
incomprensible”. Aún no eran años de Internet y Youtube. Tampoco lo eran cuando
Lorca llenaba teatros leyendo sus poemas o cuando la actriz sevillana Gabriela
Ortega (1915-1995) se ganaba la vida llenando también los teatros de Argentina
y otros países latinoamericanos recitando poesía. Más recientemente, Rafael
Alberti y Nuria Espert se pasaron años subiendo a los escenarios con un puñado de
poemas en las gargantas ante un público multitudinario.
A día de hoy tenemos constancia
de ediciones de 10.000 ejemplares “y no eres nadie si bajas de 4.000” –afirman
quienes dicen que saben de estas cosas-. Poetas jóvenes llenan teatros o salas
de fiesta. Se organizan veladas poéticas en sesiones de mañana o noche. En algunas
de las colas más llamativas de la feria del libro de Madrid, un numerosísimo
público paciente espera la firma y el saludo de su poeta favorito, alguien,
quizá, que cuenta por millones sus seguidores en Youtube. A las grandes
empresas editoriales les ha comenzado a interesar el género y publican títulos
que años atrás hubieran pertenecido al catálogo de las pequeñas editoriales.
Conviven hoy los viejos poetas
consagrados, los que fueron nuevos poetas que ya se han hecho viejos, incluidos
los novísimos, y los veintitreintañeros
que mezclan las recientes herramientas de difusión (abiertas, inmediatas,
populares), con estilos líricos clásicos o con ritmos, recursos formales o
contenidos que les acercan a los grupos y solistas del rap, o se confunden con ellos, pues algunos alternan poesía y
canción.
Poesía y música han ido de la
mano desde el comienzo de los tiempos. Tenemos en la cabeza ejemplos abundantes
de poemas clásicos y contemporáneos a los que pusieron música y cantaron grupos
y solistas de nuestro tiempo. Las letras de algunas canciones podrían
integrarse sin dificultades en cualquier antología poética. Los límites que
impone la ortodoxia se desbordan con facilidad: dame un buen poema y te lo
convierto en canción, dame una buena canción y me la quedo como poema.
Poco a poco se dilucidará qué títulos
permanecerán y quiénes continuarán entre la muy abundante, sonora y ecléctica
bandada poética contemporánea, compuesta de tantos que, al decir de Cervantes,
nublan el sol.
Si estas palabras se admiten como
sugerencia de lecturas que nos permiten conocer mejor la vida y nos deleitan
con la buena escritura, comparto dos libros de poemas publicados en 2015 y
2016. Nada tienen en común sus autores, excepto una voz singular, arriesgada y
libre de manifiestos. Dos versos sueltos (no pude resistir la broma).
Las virutas del universo
Fernando Abascal (Santander, 1954) publicó Torre Hölderlin en 2015 (col. de poesía
A la sombra de los días, Consejería de Cultura del Gobierno de Cantabria),
cinco años después de Los poemas ásperos
(La grúa de piedra). Seis títulos componen su obra publicada, sin contar
colectivas, antologías y colaboraciones.
El libro tiene tres partes (´Último
bosque´, ´Uno y dorso´ y ´Torre Hölderlin´). Poemas breves en la primera parte,
excepto el último, que nos reconducen por la realidad hasta el último bosque, en
versos conceptuales, tan frecuentes en Abascal, destacados por una sintaxis
barroca, sin anacronismos ni arcaísmos. Ese barroquismo no es un remedo, ni un
ejercicio de estilo, ni un retorcimiento banal de las palabras y sus
significados. Como el músico que trae al presente melodías, ritmos y fraseos
clásicos, Abascal reflexiona sobre la vida utilizando los sonidos del pasado
para desarrollar los temas con imágenes poéticas riquísimas, en las que no ha
de faltar el surrealismo.
En la poesía de Abascal “Nunca se
ausenta la realidad”. El individuo forma parte del “ruido del mundo”. Vive en
conflicto con la realidad, con el mundo y con la palabra: “Cada palabra tiene
su sombra, su grano de arena, /polen infértil y oscuro./ Yo soy esa sombra dicha”;
“Es lobo la escritura”; “Sálvame tú de las palabras”. En los elementos de la
naturaleza, que siempre se nos presentan puros, se encontrarán la paz y el
sosiego de lo esencial, sin accidentes. Los elementos de la naturaleza no
constituyen un paisaje idealizado sino referencias de una realidad próxima, pero
ajena, con los que se escribe un ideario vital: “Solo miro a los pájaros, / su
hacienda de plumas y aire”; “Sin afán ni usura, deberíamos disolvernos como
ella / en una extraviada nieve, en un último bosque / y no poseer otro balcón o
cofre / que la celebración de lo que somos, una grano de siembra, / nación de
aire”.
En la segunda parte se mezclan la
forma del verso con los fragmentos en prosa, sin que se altere la coherencia
del texto en su conjunto, que mantiene la línea conceptual y la riqueza de
imágenes. El cambio de yo poético en la última parte (Hölderlin toma la
palabra) se relaciona perfectamente con el punto de vista de las páginas
anteriores. La estructura de cada una de las partes arma la estructura del
libro, para conseguir la coherencia y cohesión que mantiene toda la obra de
Fernando Abascal.
Si en la primera parte destaca la
forma barroca, el mapa conceptual de todo el libro mantiene referencias
barrocas: “Ahí, en el centro de la noche, seremos dos migas / en un prado
oscuro, una perdurable nada” (segunda parte); o en la tercera parte: “Cuando me
traen la comida, separo las hebras de carne que flotan en la sopa de col y veo
en ellas un borroso cielo de pájaros, letras de un extraño alfabeto, las
virutas del universo”.
La última parte, que da título al
libro, parece engañosamente diferente a las anteriores. Su prosa dividida en
breves párrafos mantiene el lenguaje rico, sugerente, que nos traslada esa
realidad confusa, ruidosa, pesada, y esa ingravidez de los pájaros, la pureza
del frío y la nieve y de la acogida del bosque. Este último acto cierra la obra
y, en el teatro del mundo poético de Fernando Abascal, el protagonista, ahora
llamado Hörderlin, percibe la vida con sus sentidos deteriorados, así que
hablará de “mi locura”, un grado más en esa condición de extranjero en el mundo
con la que el autor ha escrito desde el primer verso. A diferencia del primer
acto, no habrá último bosque sino la irrealidad de las nubes: “Siempre amé
disolverme en su imprecisa nación”.
A las puertas de cualquier paraíso
Josefina Aguilar arriesga la escritura y algo más en Overbooking en el paraíso (Ultramarina,
2016). Publica un largo poema con la voz de una primera persona que disecciona
su cuerpo enfermo de emociones por la espera ante la puerta cerrada del
paraíso. Tras esa puerta, un interlocutor único, a quien se ofrece el
sacrificio de ese cuerpo que solo quiere sanar con su presencia, con la
cercanía al menos, se identifica desde las primeras líneas como el padre.
Solo una aventurera de la palabra
escribe una carta al padre sin sentimentalismos, sin mensajes apropiados para
un libro de autoayuda o para una diapositiva que colgar en Facebook, sin
llevarnos por esos lugares comunes en todas las guías de viajes interiores. Los
seres humanos tenemos sentimientos en común, emociones universales, dichas y
angustias compartidas, pero cada individuo las percibe y las atiende como
únicas e irrepetibles. Esta paradoja resultante de contar lo universal como
único y lo personal como universal se resuelve en las grandes obras literarias,
las que permanecen, las que señalan nuevos caminos por los que transitar.
Con la palabra como único
material, se nos ofrecerá una solución nueva para resolver esa vieja paradoja,
bien mediante la estructura de la obra (cómo se nos presenta) o bien mediante
el contenido (qué nos cuenta) o bien, exponiéndose peligrosamente porque evita
cualquier seguridad conocida, con una estructura rupturista y un contenido
metafórico, alegórico, en arrebatada sucesión de imágenes. Esta última es la
opción de Josefina Aguilar: un lenguaje propio, presentado en una cascada de
treinta páginas, para un yo único.
El libro no está dividido en
poemas ni sigue el formalismo del verso. Mantiene un ritmo a base de oraciones
simples, oraciones con solo dos verbos o frases sin verbo. Rompe, así, con la
estructura más frecuente de cualquier libro de poemas. Toda la fuerza de su
contenido proviene de la singularidad del lenguaje, pues no se parece a
ninguno. Ese es el compromiso de la autora desde el comienzo y lo mantendrá
hasta el final. Evita con acierto los peligros de la acumulación incoherente de
metáforas vacías y de la alegoría caprichosa, o la repetición de una simbología
manida.
Enfrentada a todos los riesgos de
la creación literaria, la escritora arriesga también el yo que unifica la obra
pues lo expone a la propia disección del cuerpo para que no se escondan en
ninguno de sus rincones las emociones, un material siempre peligroso, con las
que construye Overbooking en el paraíso.
Un yo desnudo, sincero, expuesto hasta las entrañas ante ojos familiares o
extraños o desconocidos, arropado, sin embargo, con la palabra sugerente, sin
referencias aprendidas.
El lector agradece la sinceridad
del desgarro emocional porque le lleva a sus propios desgarramientos, quizá
desconocidos hasta esta lectura, quizá nunca convertidos en palabras. ¿Pero
cómo se puede llegar a la comprensión de un lenguaje nuevo, de este lugar
poético tan personal? Dejándose llevar por las palabras, escuchando la
evocación de cada frase, inspirados por cada metáfora y las relaciones
semánticas insinuantes, rendidos ante la fuerza y la viveza de las imágenes que
impresionan el ánimo. El significado complejo de cuanto leemos en Overbooking en el paraíso se relaciona
con el significado complejo de cuanto sentimos, de cuanto nos mantiene con vida
a las puertas de cualquier paraíso, aquí en la Tierra.
Publicado en el núm. 84 de la Revista de Estudios y Cultura de la Fundación 1º de Mayo