jueves, 8 de febrero de 2018

Los ojos de África


                                                                                                                          
                                                                                                                 Juan Jorganes Díez

Para conocer el pasado o el presente de un país o de un continente consultaremos una bibliografía que incluirá libros de historia, sociología o economía. Cientos o miles de páginas satisfarán nuestra curiosidad y aumentarán nuestro conocimiento. A veces, la literatura consigue similares resultados mediante unos pocos versos o con unas cuantas novelas. Por ejemplo, al leer el poema de Antonio Machado ´El mañana efímero´, que empieza con ese verso tan conocido de “La España de charanga y pandereta”, no solo disfrutaremos de los valores estéticos, poéticos, sino que dispondremos de una descripción social de la España de comienzos del siglo XX. Por el XIX iríamos de la mano de Benito Pérez Galdós. Nada mejor para acercarse a la España imperial que recorrerla con la novela picaresca y con Cervantes (siempre Cervantes). Los años recientes de codicia y pelotazo nos los presenta crudamente Rafael Chirbes.

En una entrevista de InfoLibre (13-X-17), Almudena Grandes declara: La afirmación de Balzac de que la novela escribe la historia de la vida privada de las naciones “es una definición inmejorable. El territorio de la literatura es la emoción, y los vínculos que los lectores crean con los personajes de un libro que les gusta son mucho más profundos que los que podría suscitar en ellos la lectura de un libro de historia. La literatura trata al lector de tú, le cuenta su propia vida. […] Así, en efecto, la novela puede iluminar la vida privada que transcurre bajo la dimensión pública de la Historia”.

No olvidemos los buenos libros de viajes. Siempre es interesante el punto de vista del otro, del extranjero, sobre nosotros mismos, sobre nuestra sociedad, y es una suerte grandísima recorrer países y paisajes lejanos gracias a la buena escritura de quien estuvo allí y supo mirar para contárnoslo (inolvidable El sueño de África, de Javier Reverte).

De África nos separan unos pocos kilómetros. A sus gentes, sin embargo, les separan de nosotros muros de cuchillas y un mar que ya es una fosa común. La información habitual sobre ese continente llega o bien por documentales más o menos antropológicos o con animales como protagonistas, o bien por los informativos siempre que acontezca alguna catástrofe. Apenas tendremos la oportunidad de ver unas pocas películas o de escuchar algunos discos. Resulta más fácil acceder a su literatura. Algunas novelas se convierten en nuestros ojos para ver África con mirada africana.

Los ojos de un niño

Con Ngugi wa Thiong´o (Kenia, 1938) y sus memorias Sueños en tiempos de guerra. Memorias de infancia (Rayo Verde, 2016) recorremos el emocionante y traumático camino de un niño desde su aldea rural y tradicional a la modernidad. Todo comenzó una noche, cuando su madre le preguntó: “¿Te gustaría ir a la escuela?”. La escuela era algo que le quedaba muy lejos, no solo porque le separasen tres kilómetros, que habría de recorrer andando, sino porque estaba reservada por el elevado coste de las tasas para quienes provenían de una familia adinerada.

Antes de esa pregunta clave en la vida del autor –hoy profesor universitario en California- hemos conocido a su familia, sus conflictos y su vida en la aldea. Lo cual es un privilegio visto con los ojos de ese niño, porque vamos descubriéndolo todo al mismo tiempo que él. En nada se parecen las relaciones familiares ni sociales a las de esta parte del mundo, pero compartimos lo básico y elemental de las necesidades afectivas del ser humano, los vínculos con la madre y el padre -y sus diferencias-, con los hermanos y hermanas, los mismos miedos, idénticas satisfacciones y sueños. Otro tanto se aprecia en las relaciones sociales, sus jerarquías, conflictos y apoyos imprescindibles.

La escuela comienza siendo un elemento extraño, “un entorno radicalmente distinto” del que conforma el día a día de ese niño, como les sucede a todos los niños y niñas del mundo. Empatizamos con ese niño que se siente como un intruso en la nueva realidad escolar, que cada vez lo alejará más de su realidad infantil, aunque nunca romperá con ella. Es más, reafirmará con los años su conciencia africana y la trasladará a su obra literaria. Ngugi wa Thiong´o sintetiza modernidad y tradición con “un sano escepticismo hacia ambas”. 

Las memorias infantiles de Thiong´o mezclan la vida cotidiana y la transformación del individuo zarandeado por las contradicciones de la educación informal (familiar, pequeña sociedad tribal) y la formal (escuela, sociedad dominante). El cristianismo y el colonialismo traen el conflicto que llevará a la guerra y antes el que provoca el adoctrinamiento (el punto de vista de la enseñanza cambia del negro africano al blanco colonial). La escuela no es solo un proyecto individual. Primero concierne al grupo social más cercano: “El maestro siempre tenía razón; al fin y al cabo, dentro del aula sus ojos eran los de toda la comunidad”. Después el autor amplía el foco y nos lleva al enfrentamiento entre dos modelos de formación, el africanista y el colonial.

 El tren que lo llevará hasta la escuela secundaria al final de estas memorias de infancia llega con la carga simbólica de la modernidad mezclada con las emociones contrarias que al protagonista le provocan separarse definitivamente de su infancia y subirse por primera vez a ese medio de transporte. “Hazlo siempre lo mejor que puedas y saldrás adelante”, le reitera su madre en la despedida, lo mismo que le había dicho la primera vez que fue a la escuela y que le repetía en forma de pregunta incluso cuando traía buenas calificaciones: “¿Lo has hecho lo mejor que podías?”. Reflexiona Thiong´o: “Por extraño que parezca, parece más interesada en el proceso que conduce a las buenas notas que en el resultado propiamente dicho”.

En la separación, madre e hijo seguían compartiendo el sueño de la escuela, aunque fuera en tiempos de guerra.

Los ojos de una mujer

Mia Couto (Mozambique, 1955) ha escrito poesía (no traducida al castellano, salvo algunos poemas) y narrativa, tanto libros de relatos (Voces anochecidas, Txalaparta, 2001) como novelas. En 2013 se le concedió el premio Camoes de Literatura, el más importante de la lengua portuguesa.

La confesión de la leona (Alfaguara, 2016), su última novela, está contada por dos narradores: Mariamar, hermana de la última víctima de las leonas que atacan y matan a las mujeres de Kulumani, una aislada aldea mozambiqueña, y Arcángel Baleiro, cazador contratado para matarlas. Al final del primer capítulo, el padre de Mariamar nos presenta el misterio que nos atrapará para el resto de la novela. Le anuncia a su hija que ella matará al cazador cuando acabe su misión, y ante su sorpresa le precisa: “Quienes lo van a matar son los leones que has llamado tú”.

Arcángel Baleiro pertenece a un mundo ya perdido en el que los Baleiro cazaban, a diferencia de quienes en los nuevos tiempos llevan escopeta, que matan. Él y ese mundo en el que representaba la modernidad han envejecido. Llega a Kulumani para su última cacería, pero es incapaz de ejercer su oficio (“Mis dedos ya no me obedecen, mis dedos han muerto”). Si ahora no se puede enfrentar a las leonas, en su vida tampoco ha podido enfrentarse a las mujeres que lo han amado. Sin embargo, en su adiós de la aldea, despedido por la madre de Mariamar con el encargo de llevarla a Maputo, sonríe: “Estoy rodeado de diosas. En una y otra parte de la despedida, en ese desgarro de mundos, son mujeres las que cosen mi historia desgarrada”.

Mia Couto aprovecha la fuerza narrativa de la tradición oral en la que desaparecen con naturalidad las fronteras entre la realidad y la fantasía, y en la que el tono poético añade intensidad al relato. Esto le permite ampliar el hilo de la trama, ensancharlo para que la anécdota de unas cuantas mujeres atacadas por leonas se relacione con la guerra cotidiana de las mujeres (“nosotras, las mujeres, seguimos despertándonos todas las mañanas para una guerra antigua e interminable”); para que la guerra civil aparezca en la novela y quede constancia del daño social más profundo (“En la guerra se mata a los pobres. En la paz, los pobres se mueren”); y también para que la protagonista nos explique por qué las leonas atacan a las mujeres sin basarse en el simplismo de unos argumentos racionales.

Couto declaró en una entrevista publicada en El País (27-IX-13): “En Mozambique, lo que no se ve es más importante que lo que se ve”. En Mozambique no es que se viva puro realismo mágico. Es que es “realismo real”. Si para Couto “África está llena de Macondos”, Thiong´o habla en sus memorias de la infancia de “la intrincada maraña de lo prosaico y lo trágico, la surrealista normalidad de la vida cotidiana en el contexto extraordinario de un país en guerra”, de cómo “lo real y lo fantástico eran una sola cosa” en los hechos, rumores y proezas alrededor de Jomo Kenyatta y Dedan Khimati, héroes de la rebelión anticolonial.

Mia Couto rompe todos los estereotipos pues en la amalgama de su novela cada uno de los elementos mezclados se ha enriquecido con los demás. La novela de aventuras, con leones y cazador incluidos, se disuelve en la vida cotidiana de Kulumani para superar los esquemas del género y quebrar el camino fácil de la lectura. El misterio de las muertes y de las leonas asesinas no se resuelve con una explicación tópica. La reivindicación femenina no utiliza la exaltación de unos derechos ya conocidos. Con los ojos de la protagonista vemos la mirada de todas las mujeres, que atraviesa la opacidad de lo costumbrista, recorre la injusticia ancestral contra las mujeres desde que dios, que fue mujer, se exilió lejos de su creación y dejó de parecerse a todas las madres de este mundo, y llega a lo telúrico y a la divinidad animista, que convive, en armonía o no, con el cristianismo.

Dos libros para mirarte, África, gozosamente, a los ojos. Tus ojos, África.


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