lunes, 14 de mayo de 2018

El dolor y la palabra


  • Marta Sanz y Luis Mateo Díez se enfrentan a este duelo entre el dolor y la palabra con puntos de vista y estilos muy diferentes

Juan Jorganes Díez
El dolor nos agita entre lo evidente y lo inefable. Aparentemente su prestigio bíblico ha decaído incluso en las sociedades más influidas por la religión católica. Los centros de salud recetan drogas legales para eliminar o paliar desde el malestar general a lo más específico y singular. El dolor anuncia o confirma una enfermedad y la enfermedad fastidia los cánones sociales, que establecen un estado de felicidad permanente o, según se mire, de actividad y producción permanentes. No dejan de publicarse libros que prometen ayuda para sobrellevarla, para convivir felizmente con ella o para vencerla mediante un pensamiento positivo. ¿Y si no…? La sombra de la culpabilidad cubrirá a quien ni sobrelleve, ni conviva, ni venza.

La propaganda de la eterna juventud o, lo que es lo mismo, de la eterna buena salud, atosiga con productos, ejercicios, relaciones exhaustivas de alimentos sanos y listas alarmantes de alimentos insanos, cursos y conferencias sobre el bienestar, retiros y meditación, excursiones y viajes, etc.

Esa propaganda esconde la mitología cristiana, aunque se presente como ajena a la religión, y el individualismo egoísta, aunque se presente como la moderna herramienta para mejorar la autoestima y las relaciones sociales. Por un lado, mantiene el reproche culpable de la enfermedad, porque se habrá incumplido alguna de las instrucciones para evitarla, y, por otro lado, con la culpabilidad se manifiesta el fastidio que el enfermo provoca, pues distrae del interés propio a quienes viven a su alrededor.

La proclamación constante y alborozada del pensamiento positivo puede resultar tan irritante como la recreación minuciosa y reiterada del dolor. Las lágrimas, la queja o el malhumor no caben en el mundo dominado por la consigna de que hay que ser positivos. Una versión guay de la resignación cristiana. Por esta vía llegan las teorías psicológicas de la enfermedad, que para Susan Sontag “son maneras poderosísimas de culpabilizar al paciente” [1]. Añade Sontag: “A quien se le explica que, sin quererlo, ha causado su propia enfermedad, se le está haciendo sentir también que bien merecido lo tiene”. Las teorías psicológicas alcanzan a los periodos de convalecencia o rehabilitación.

A la enfermedad también se la elude mediante el lenguaje. Cuanto rechazamos socialmente queda escondido mediante las palabras –ese gran escondite-. Los eufemismos suavizan una realidad dura o poco decorosa, cuyos límites varían con el tiempo al mismo paso que cambian los convencionalismos sociales. Susan Sontag estudia la relación entre el lenguaje y la enfermedad. Así, la tuberculosis se vinculó con “lo interesante” bajo la exaltación romántica de las emociones, al creer que en las emociones se originaba la enfermedad. Esta relación se acaba cuando se descubre la fuente patológica y se encuentra una cura para la enfermedad. El cáncer, por el contrario, lo escondemos mediante todos los recursos retóricos que los hablantes hemos ido creando.

Escribe Sontag: “La enfermedad no es una metáfora, y […] el modo más auténtico de encarar la enfermedad -y el modo más sano de estar enfermo- es el que menos se presta y mejor resiste al pensamiento metafórico”. Sin embargo, la enfermedad escondida, innombrable, se utiliza con todas sus letras como metáfora de aquello que identificamos como un mal y que debe ser castigado. De nuevo Sontag: “Comparar un hecho o una determinada situación política con una enfermedad equivale hoy día a achacar una culpa, a prescribir una pena. Esto sucede sobre todo con el cáncer como metáfora”. Así pues, la culpabilidad y la penitencia acompañan a la enfermedad incluso cuando no se nombra.

Marta Sanz y Luis Mateo Díez se enfrentan a este duelo entre el dolor y la palabra con puntos de vista y estilos muy diferentes. Marta Sanz es el yo que habla en Clavícula (Anagrama, 2017). Luis Mateo Díez es el descriptor de lo inefable. La mirada del alma (Alfaguara, 1997) es un ejemplo.

El dolor no es íntimo

En Clavícula Marta Sanz nos transmite sus angustias en primera persona sin que falte el humor, de la ironía al sarcasmo, a costa de esa Marta Sanz que narra en primera persona.

Al sufrimiento del dolor se añade la negación de la palabra: “¿Han probado a buscar las palabras exactas para describir ese dolor, convertido en síntoma, que ayude a los médicos a diagnosticar? […] Miro al médico al fondo de los ojos con la desesperación de una muda”. Esa limitación repentina del lenguaje nos abandona a una intemperie afásica cuando el médico, tras describirle exactamente el lugar (“Un espacio inexplicable entre el esternón y la garganta”), sentencia: “Es imposible”.

La sospecha ensombrecerá las palabras del enfermo. Bordeará la frontera entre el territorio de la desconfianza y el que habitan los enfermos imaginarios. Alguien cualificado ha de certificar algo tan íntimo como el dolor. “No saber si es más insoportable la posibilidad de que la punzada sea un síntoma de una oscuridad oculta material. […] O el síntoma de nada: lo más peligroso. Lo más inexplicable”. Lo inexplicable sí que resulta insoportable para los otros, porque el dolor “no es íntimo. Es un calambre público que se refleja en el modo en que los otros, los que más quieres, tienen de mirarte”.

Perdida la intimidad del dolor, las buenas intenciones de los demás pueden conseguir que se sienta una enferma imaginaria, peor, una enferma imaginaria hija de puta. O recordarle las palabras de su madre: “No me aguanto ni yo”. O que ni ella misma entienda cómo puede ser tan encantadora, o no se explique cómo es capaz de querer a nadie ni de disfrutar de una agitada vida social. O que se sienta una hipocondríaca. O que se sienta mal por sentirse mal. Entonces no falta la rebelión ante la mirada inquisitiva, ante la exigencia de bienestar: “Tengo un dolor. Una enfermedad. Lo reivindico. Me quejo”.

Nadie ha pronunciado la palabra menopausia durante los meses en los que se han sucedido citas médicas y pruebas. Han ido cambiando las hipótesis de diagnóstico sin que nunca se haya pronunciado esa palabra: “Es un tótem o un tabú”. Sanz alude a ese “nanosegundo de malestar cosmológico”, a ese “apocalipsis de las pequeñas hormonas”, a esa “tristeza cósmica”, a que “no se duerme bien, ni se defeca bien, ni los alimentos saben de la misma forma”. Echa en falta el deseo y también el deseo del otro, de su marido: “Él y yo debemos aprender nuevas costumbres […] y cambiarle el nombre a ciertos asuntos”. Renuncia a los modelos de mujer madura impuestos, a “estar permanentemente pizpireta y operativa”. Pero reclama “su aspirina”, la pastilla apropiada. Pero no la habrá porque la menopausia es “jodidamente natural. Los calvarios de las hembras de la especie son jodidamente naturales”.

Opresivo universo

Luis Mateo Díez ha creado un mundo literario llamado Celama. Su geografía, sus personajes, su atmósfera, sus noches, su silencio envuelven a quien entra en esa región. La escritura salva los personajes, las acciones y los lugares de la morbidez en la que han sucumbido. Un lenguaje poético, una capacidad extraordinaria de describir sin morbo una realidad malsana, lejos de cualquier realismo canónico, nos adentran por los lugares de Celama y los relacionan con unos personajes que habitan una frontera entre la vida y la muerte, un lugar de nadie, una soledad que sólo ellos habitan.

“Los enfermos de mis ficciones –escribe Mateo Díez- irradian el polen de su aflicción, la melancolía de su intimidad, que tiene mucho que ver con las razones más hondas de su soledad y secreto”[2]. Su pequeño mundo, “su opresivo universo”, se llena de enfermedad. Así, leemos en La mirada del alma: “Hay una suciedad en el cuerpo del enfermo que embarduna el lugar donde vive”. O “El atardecer recobraba la suciedad de la bruma. El río salvaba el recodo pero seguía quieto y turbio, como el pellejo olvidado de un bicho que hubiesen sacrificado hacía mucho tiempo”. O “en aquel lugar, sentada en la misma piedra, mirando las aguas que supuraban una serosidad espesa”. O “la penumbra que manaba del zaguán como un humo turbio”. La fiebre y el delirio se confunden con “el perfume de un aire maltrecho”.

Encerrado en un sanatorio, Romero, el personaje central de La mirada del alma, nos cuenta su relación con tres mujeres, protagonistas de cincuenta años de su vida. Los interlocutores de Romero no somos los lectores sino otros dos enfermos con los que comparte pabellón. La vida de Romero llega, pues, desde un espacio cerrado después de haber transcurrido en un lugar aislado. Apenas percibiremos la diferencia entre las calles y los pasillos de ese pabellón, entre los edificios, los soportales o los zaguanes y las paredes, habitaciones o rincones del sanatorio. Confiesa Romero: “Todo lo que yo pudiera contar del sexo, del amor, del deseo, tendría el aliciente de lo irreal siendo, como es, […] algo de lo más real y verdadero. Lo mismo me sucede con la enfermedad”.

Todo es un paisaje interior: la región de Celama, los pueblos, sus edificios, cada uno de sus habitantes, narradores o personajes en los que vemos miradas del alma más que del cuerpo. La niebla empapa de humedad y difumina los contornos de una realidad imprecisa. Los hechos reales y verdaderos que viven o cuentan los personajes se mezclan con la irrealidad y la incertidumbre, como la monótona verdad de las décimas se mezcla con el delirio febril.



[1] Susan Sontag: La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas. Traducción de Mario Muchnik. Punto de Lectura, 2005, 2ª ed.
[2] Luis Mateo Díez: "Los males imaginarios". AA.VV. Con otra mirada: una visión de la enfermedad desde la literatura y el humanismo. Taurus. 2001.

2 comentarios:

  1. Gracias Juanjo, me devuelves la luz y fuerza de la palabra escrita, hace tiempo adormecida. Merece la pena la lectura de tus artículos. Aquí me tienes para seguir tus temas y la amistad núnca perdida. Un abrazo.

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  2. Gracias Juanjo, me devuelves la luz y fuerza de la palabra escrita, hace tiempo adormecida. Merece la pena la lectura de tus artículos. Aquí me tienes para seguir tus temas y la amistad núnca perdida. Un abrazo.

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