- Marta Sanz y Luis Mateo Díez se enfrentan a este duelo entre el dolor y la palabra con puntos de vista y estilos muy diferentes
Juan Jorganes Díez
El dolor nos agita entre lo evidente y lo inefable. Aparentemente
su prestigio bíblico ha decaído incluso en las sociedades más influidas por la
religión católica. Los centros de salud recetan drogas legales para eliminar o
paliar desde el malestar general a lo más específico y singular. El dolor
anuncia o confirma una enfermedad y la enfermedad fastidia los cánones sociales,
que establecen un estado de felicidad permanente o, según se mire, de actividad
y producción permanentes. No dejan de publicarse libros que prometen ayuda para
sobrellevarla, para convivir felizmente con ella o para vencerla mediante un
pensamiento positivo. ¿Y si no…? La sombra de la culpabilidad cubrirá a quien
ni sobrelleve, ni conviva, ni venza.
La propaganda de la eterna
juventud o, lo que es lo mismo, de la eterna buena salud, atosiga con
productos, ejercicios, relaciones exhaustivas de alimentos sanos y listas
alarmantes de alimentos insanos, cursos y conferencias sobre el bienestar, retiros
y meditación, excursiones y viajes, etc.
Esa propaganda esconde la
mitología cristiana, aunque se presente como ajena a la religión, y el
individualismo egoísta, aunque se presente como la moderna herramienta para
mejorar la autoestima y las relaciones sociales. Por un lado, mantiene el
reproche culpable de la enfermedad, porque se habrá incumplido alguna de las
instrucciones para evitarla, y, por otro lado, con la culpabilidad se
manifiesta el fastidio que el enfermo provoca, pues distrae del interés propio
a quienes viven a su alrededor.
La proclamación constante y
alborozada del pensamiento positivo puede resultar tan irritante como la
recreación minuciosa y reiterada del dolor. Las lágrimas, la queja o el
malhumor no caben en el mundo dominado por la consigna de que hay que ser
positivos. Una versión guay de la resignación cristiana. Por esta vía llegan las
teorías psicológicas de la enfermedad, que para Susan Sontag “son maneras
poderosísimas de culpabilizar al paciente”. Añade Sontag: “A quien se
le explica que, sin quererlo, ha causado su propia enfermedad, se le está
haciendo sentir también que bien merecido lo tiene”. Las teorías psicológicas
alcanzan a los periodos de convalecencia o rehabilitación.
A la enfermedad también se
la elude mediante el lenguaje. Cuanto rechazamos socialmente queda escondido
mediante las palabras –ese gran escondite-. Los eufemismos suavizan una
realidad dura o poco decorosa, cuyos límites varían con el tiempo al mismo paso
que cambian los convencionalismos sociales. Susan Sontag estudia la relación
entre el lenguaje y la enfermedad. Así, la tuberculosis se vinculó con “lo
interesante” bajo la exaltación romántica de las emociones, al creer que en las
emociones se originaba la enfermedad. Esta relación se acaba cuando se descubre
la fuente patológica y se encuentra una cura para la enfermedad. El cáncer, por
el contrario, lo escondemos mediante todos los recursos retóricos que los
hablantes hemos ido creando.
Escribe Sontag: “La
enfermedad no es una metáfora, y […] el modo más auténtico de encarar la
enfermedad -y el modo más sano de estar enfermo- es el que menos se presta y
mejor resiste al pensamiento metafórico”. Sin embargo, la enfermedad escondida,
innombrable, se utiliza con todas sus letras como metáfora de aquello que
identificamos como un mal y que debe ser castigado. De nuevo Sontag: “Comparar
un hecho o una determinada situación política con una enfermedad equivale hoy
día a achacar una culpa, a prescribir una pena. Esto sucede sobre todo con el
cáncer como metáfora”. Así pues, la culpabilidad y la penitencia acompañan a la
enfermedad incluso cuando no se nombra.
Marta Sanz y Luis Mateo Díez
se enfrentan a este duelo entre el dolor y la palabra con puntos de vista y
estilos muy diferentes. Marta Sanz es el yo que habla en Clavícula (Anagrama, 2017). Luis Mateo Díez es el descriptor de lo
inefable. La mirada del alma (Alfaguara,
1997) es un ejemplo.
El
dolor no es íntimo
En Clavícula
Marta Sanz nos transmite sus angustias en primera persona sin que falte el
humor, de la ironía al sarcasmo, a costa de esa Marta Sanz que narra en primera
persona.
Al sufrimiento del dolor se
añade la negación de la palabra: “¿Han probado a buscar las palabras exactas
para describir ese dolor, convertido en síntoma, que ayude a los médicos a
diagnosticar? […] Miro al médico al fondo de los ojos con la desesperación de
una muda”. Esa limitación repentina del lenguaje nos abandona a una intemperie
afásica cuando el médico, tras describirle exactamente el lugar (“Un espacio
inexplicable entre el esternón y la garganta”), sentencia: “Es imposible”.
La sospecha ensombrecerá las
palabras del enfermo. Bordeará la frontera entre el territorio de la desconfianza
y el que habitan los enfermos imaginarios. Alguien cualificado ha de certificar
algo tan íntimo como el dolor. “No saber si es más insoportable la posibilidad
de que la punzada sea un síntoma de una oscuridad oculta material. […] O el
síntoma de nada: lo más peligroso. Lo más inexplicable”. Lo inexplicable sí que
resulta insoportable para los otros, porque el dolor “no es íntimo. Es un
calambre público que se refleja en el modo en que los otros, los que más
quieres, tienen de mirarte”.
Perdida la intimidad del
dolor, las buenas intenciones de los demás pueden conseguir que se sienta una
enferma imaginaria, peor, una enferma imaginaria hija de puta. O recordarle las
palabras de su madre: “No me aguanto ni yo”. O que ni ella misma entienda cómo
puede ser tan encantadora, o no se explique cómo es capaz de querer a nadie ni
de disfrutar de una agitada vida social. O que se sienta una hipocondríaca. O
que se sienta mal por sentirse mal. Entonces no falta la rebelión ante la
mirada inquisitiva, ante la exigencia de bienestar: “Tengo un dolor. Una
enfermedad. Lo reivindico. Me quejo”.
Nadie ha pronunciado la
palabra menopausia durante los meses en los que se han sucedido citas médicas y
pruebas. Han ido cambiando las hipótesis de diagnóstico sin que nunca se haya
pronunciado esa palabra: “Es un tótem o un tabú”. Sanz alude a ese “nanosegundo
de malestar cosmológico”, a ese “apocalipsis de las pequeñas hormonas”, a esa
“tristeza cósmica”, a que “no se duerme bien, ni se defeca bien, ni los
alimentos saben de la misma forma”. Echa en falta el deseo y también el deseo
del otro, de su marido: “Él y yo debemos aprender nuevas costumbres […] y
cambiarle el nombre a ciertos asuntos”. Renuncia a los modelos de mujer madura
impuestos, a “estar permanentemente pizpireta y operativa”. Pero reclama “su aspirina”,
la pastilla apropiada. Pero no la habrá porque la menopausia es “jodidamente
natural. Los calvarios de las hembras de la especie son jodidamente naturales”.
Opresivo
universo
Luis Mateo Díez ha creado un mundo literario llamado
Celama. Su geografía, sus personajes, su atmósfera, sus noches, su silencio envuelven a quien entra en esa región. La escritura salva los personajes, las
acciones y los lugares de la morbidez en la que han sucumbido. Un lenguaje
poético, una capacidad extraordinaria de describir sin morbo una realidad
malsana, lejos de cualquier realismo canónico, nos adentran por los
lugares de Celama y los relacionan con unos personajes que habitan una frontera
entre la vida y la muerte, un lugar de nadie, una soledad que sólo ellos
habitan.
“Los enfermos de mis
ficciones –escribe Mateo Díez- irradian el polen de su aflicción, la melancolía
de su intimidad, que tiene mucho que ver con las razones más hondas de su
soledad y secreto”.
Su pequeño mundo, “su opresivo universo”, se llena de enfermedad. Así, leemos
en La mirada del alma: “Hay una
suciedad en el cuerpo del enfermo que embarduna el lugar donde vive”. O “El
atardecer recobraba la suciedad de la bruma. El río salvaba el recodo pero
seguía quieto y turbio, como el pellejo olvidado de un bicho que hubiesen
sacrificado hacía mucho tiempo”. O “en aquel lugar, sentada en la misma piedra,
mirando las aguas que supuraban una serosidad espesa”. O “la penumbra que
manaba del zaguán como un humo turbio”. La fiebre y el delirio se confunden con
“el perfume de un aire maltrecho”.
Encerrado en un sanatorio, Romero,
el personaje central de La mirada del
alma, nos cuenta su relación con tres mujeres, protagonistas de cincuenta
años de su vida. Los interlocutores de Romero no somos los lectores sino otros
dos enfermos con los que comparte pabellón. La vida de Romero llega, pues,
desde un espacio cerrado después de haber transcurrido en un lugar aislado. Apenas
percibiremos la diferencia entre las calles y los pasillos de ese pabellón,
entre los edificios, los soportales o los zaguanes y las paredes, habitaciones
o rincones del sanatorio. Confiesa Romero: “Todo lo que yo pudiera contar del
sexo, del amor, del deseo, tendría el aliciente de lo irreal siendo, como es,
[…] algo de lo más real y verdadero. Lo mismo me sucede con la enfermedad”.
Todo es un paisaje interior:
la región de Celama, los pueblos, sus edificios, cada uno de sus habitantes,
narradores o personajes en los que vemos miradas del alma más que del cuerpo.
La niebla empapa de humedad y difumina los contornos de una realidad imprecisa.
Los hechos reales y verdaderos que viven o cuentan los personajes se mezclan
con la irrealidad y la incertidumbre, como la monótona verdad de las décimas se
mezcla con el delirio febril.