Luisgé Martín |
Luisgé Martín
[...] Tal vez pueda decirse, con una taxonomía simple, que la
literatura homosexual tiene tres grandes caligrafías, aunque sus trazos a
menudo se confundan. La primera de ellas es la del conflicto, la del dolor, la
de la sentimentalidad extrañada. Con esa caligrafía escribió Patricia
Highsmith, quien construyó uno de los personajes más tortuosos y ambiguos de la
literatura del siglo XX, Tom Ripley. Su novela Carol, sin embargo, publicada originalmente con seudónimo por sus
amores lésbicos, es una de las primeras historias homosexuales de final feliz.
También desde el conflicto de la identidad escribe el
estadounidense Tennessee Williams, cuyos dramas arrancan siempre de profundos
desgarros. O su compatriota James Baldwin —desaparecido de los catálogos editoriales
españoles—, que enfrenta la doble discriminación racial y sexual. O Luis
Cernuda, cuyos poemas no dejan de bordear las contradicciones de la realidad y
el deseo. O Carson McCullers, que en Reflejos
en un ojo dorado explora el laberinto incontrolable de la pulsión sexual.
O, más recientemente, David Leavitt, quien popularizó la literatura de tema gay
a finales de los ochenta con El lenguaje
perdido de las grúas.
La segunda caligrafía es la del dandismo y la exaltación: la
homosexualidad como celebración de la vida, o al menos como confirmación de
ella. El argentino Manuel Puig —tan olvidado hoy en España—, Anaïs Nin, Jaime
Gil de Biedma —más en sus diarios que en su poesía—, Pier Paolo Pasolini,
Terenci Moix, Luis Antonio de Villena o Eduardo Mendicutti hurgan en el cuerpo,
en el goce, en la sensualidad y en la alegría del homoerotismo. Las memorias de
Reinaldo Arenas, Antes que anochezca,
un libro belicoso políticamente y a veces desolador por su crudeza, representa,
a pesar de todos sus pesares, una algarabía de felicidad homosexual.
La tercera y última caligrafía es la de la transgresión, en
sus múltiples formas: la homosexualidad como arma de combate, como modelo de
ruptura con la sociedad biempensante y ortodoxa. Genet, Burroughs o Copi son
tres de los autores que escribieron con cuchillos desnudos y que escandalizaron
a sus contemporáneos. En esta estirpe podemos contar también a Guillaume
Dustan, quien en 1996 publicó En mi
cuarto, un libro supuestamente autobiográfico que relata sin encubrimiento
la promiscuidad y los excesos de un cierto tipo de vida gay; y al colombiano
Fernando Vallejo, cuyos libros son deliberadas bombas narrativas.
Si esta clasificación es, como todas, quebradiza, bastará
mencionar cuatro novelas sobresalientes de los últimos años, escritas en
español, para comprobar que la literatura gay —o de tema gay— va por fortuna
mezclando sus caligrafías y atreviéndose con descaro a decir sus muchos
nombres. En El invitado amargo,
Vicente Molina Foix y Luis Cremades hurgan en la memoria del amor y de sus
males. En Jardín, Pablo Simonetti
remueve los conflictos familiares en los que la homosexualidad a veces se
enreda. En París-Austerlitz, Rafael
Chirbes identifica los mestizajes de la identidad y sus abismos. Y en Un mundo huérfano, su primera novela, el
colombiano Giuseppe Caputo se acerca sin complejos al descubrimiento de la
exuberancia erótica.
En esa interminable y académica discusión sobre si existe o
no existe la literatura homosexual, cabe insistir en que hablamos siempre de
autores de una solidez artística que supera cualquier cliché extraliterario:
André Gide, Djuna Barnes, Allen Ginsberg, Yukio Mishima, Gertrude Stein,
Elizabeth Bishop, Gabriela Mistral o Juan Goytisolo exploran, antes que nada,
el alma humana. El amor, la intolerancia, la soledad, la vejez y la
omnipresencia de la muerte. No es importante su vida de alcoba, sino su mirada
literaria. Los ojos con los que escribieron el mundo que veían.
El texto completo en Babelia
Película basada en la novela que Patricia Highsmith tuvo que publicar en 1951 con pseudónimo por su contenido lésbico |
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