La palabra podcast
procede de la contracción de iPod (reproductor de bolsillo de sonido digital) y
broadcasting (difusión). Su primer
uso público llevaba la firma del periodista británico Ben Hammersley el 12 de
febrero de 2004 en The Guardian.
(Bueno, en realidad, escribió “podcasting”, de donde derivó “podcast”). El
significado fue cambiando, pero el significante permanece.
En español se ha aportado como equivalente la voz “audio”,
un término latino de más de 2.000 años capaz de sustituir al modernísimo
podcast en la mayoría de los contextos. Pero enseguida vendrá alguien a decir
que no es lo mismo un audio que un podcast.
Ese falso argumento de la precisión olvida que en el “café”
de la esquina nos dan tanto un café como un refresco; que encendemos “mecheros”
sin mecha; que el “ascensor” también desciende y que la “mesilla de noche” no
desaparece durante el día. Las palabras nombran, no definen. Y una vez que
nombran, son ellas las definidas.
Por tanto, si allá donde se dice “escuchen los podcasts de
nuestra emisora” se cambiara el anglicismo por el vocablo “audios”, cualquiera
entendería de qué se trata y no se levantarían barreras idiomáticas ni se
contribuiría a acentuar el conocido complejo de inferioridad hispano.
En cuanto a los podcasts
de imágenes (porque la palabra inglesa no sabe diferenciar entre imagen y
sonido), la analogía sobreviene enseguida: “Vea nuestros vídeos”.
En uno y otro caso, nos suelen invitar también a “bajarlos”
o “descargarlos”, calcos semánticos de download.
Y los mismos que argumentan contra la supuesta imprecisión de “audio” pasarán
por alto que los audios y los vídeos no cambian de sitio al bajarlos o
descargarlos, sino que permanecen en su lugar de origen cuando los copiamos,
duplicamos o reproducimos.
Y todo esto es lo que sucede: cualquier alternativa en
español recibe disparos, mientras que el anglicismo obtiene beneplácitos
incluso si incurre en una incongruencia. Nuestra baja autoestima cultural
funciona así.
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