Hay palabras que matan
Juan Torres. Universidad de Sevilla |
[...] Cuando se utiliza la expresión austeridad para referirse a
las políticas de recortes no es por casualidad. Con ella se genera un
sentimiento de culpa que genera sumisión porque interpreta la pérdida de
derechos que conllevan como la consecuencia inevitable de nuestro gasto previo
excesivo. Además, la inmensa mayoría de las personas consideramos la austeridad
como un valor positivo, así que cuando se utiliza esa palabra asociada a una
determinada política económica se está consiguiendo que se dé por buena con
independencia de lo que lleve consigo, de su contenido real.
La evidencia empírica muestra que si la deuda que se quiere
combatir con recortes sociales se ha disparado no ha sido por culpa de haber
tenido muchos gastos corrientes (concretamente en educación, sanidad, cuidados
o pensiones públicas que son las partidas que se recortan) sino porque se pagan
intereses leoninos y totalmente injustificados a los bancos privados, y las
encuestas nos indican que casi un 80% de la población no desea que se realicen
esos recortes. Pero cuando se asocian a la palabra austeridad se aceptan
fácilmente porque se considera que esta es lo natural y deseable frente al
despilfarro o derroche que cualquier persona decente condena. La palabra, casi
por sí sola, transforma la realidad y condiciona nuestra conducta.
Algo parecido ocurre también con la palabra déficit cuando
se refiere a la prestación de los servicios públicos. Si nos dicen que la
sanidad o las pensiones públicas o una televisión autonómica o un servicio
municipal tienen déficit, inmediatamente pensamos en algo negativo y
condenable, en que han gastado más de lo debido y que, por tanto, hay que
recortarlos o incluso renunciar a ellos.
Pero la realidad es que las actividades o servicios que se
financian en el marco de un presupuesto público no pueden tener déficit o
superávit en sí mismos. Pueden tenerlos los Presupuestos Generales del Estado,
los de una comunidad autónoma o de un Ayuntamiento, pero no sus diferentes
partidas o conceptos.
Lo mismo que no tendría sentido ninguno decir que la
jefatura del Estado o la policía es deficitaria, tampoco lo tiene decirlo de la
justicia, la sanidad, la educación, las pensiones o de una televisión pública.
Salvo que queramos performar la realidad para convencer de que
la monarquía o la policía o cualquier otro servicio público es muy caro, que
gasta en exceso y que, por tanto, es prescindible o que sus recursos deben
disminuir.
Sin que apenas nos demos cuenta, usamos palabras que matan
porque nos hacen creer lo que no es para hacernos así más obedientes.
Ningún servicio público tiene déficit sino que, en todo
caso, tiene financiación insuficiente. Y la tienen porque una parte
privilegiada de la sociedad no quiere contribuir a financiarlos como demuestra
que solo aplicando las medidas que proponen los técnicos del Ministerio de
Hacienda para combatir el fraude fiscal se recaudaría prácticamente la misma
cantidad (38.500 millones de euros) que van a suponer los recortes sociales de
este año.
Pero es evidente que no tiene el mismo efecto político
utilizar una expresión u otra. Si oímos a cada instante que lo público es
deficitario se pedirá que se recorte, si se hablase de su escasa financiación,
se reclamarían más recursos, obligando a que los de arriba, y no solo los de
abajo, se rasquen también el bolsillo.
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