- El lector abandona su identidad para transformarse en uno de los personajes de la peripecia narrativa, a veces en el mismísimo protagonista.
Juan José Millás
Un libro es un paisaje: el que contemplas con asombro a
izquierda y derecha mientras progresas por las oraciones gramaticales que lo
componen como por una senda abierta en el bosque. El proceso por el que la
materialidad de la letra impresa se convierte en una sustancia mental, capaz de
transformarse a su vez en imágenes que lo mismo nos llevan a la intimidad de
una alcoba que a la cubierta de un ballenero, es un enigma semejante al del
misterio eucarístico, pues si en la misa, mediante las palabras pronunciadas
por el cura, el pan y el vino se convierten en el cuerpo y en la sangre de
Cristo, en la novela, gracias a un conjunto de sustantivos, adjetivos,
etcétera, adecuadamente combinados, el lector abandona su identidad para
transformarse en uno de los personajes de la peripecia narrativa, a veces en el
mismísimo protagonista.
Lees, por ejemplo, esta
frase: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo
llevó a conocer el hielo”, y eres arrancado del sofá, o del asiento del autobús,
o de la cama en la que te encuentras con Cien
años de soledad entre las manos. Continúa
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