La jerga médica y científica está llena de términos casi
imposibles de pronunciar: electroencefalografista, desoxirribonucleico o
dimetilnitrosamina, por citar solo tres. Pero es que, sin irnos a los
tecnicismos, el español, este idioma rico, bello y tan inspirador, presenta
decenas de palabras de uso habitual que incluso a nosotros, los propios
hispanohablantes, nos resultan tremendamente complicadas de vocalizar con
soltura.
Las razones son variadas. Por un
lado, como apunta Carmen Pérez Araujo, logopeda del centro ISEP Clínic Madrid,
si no hay un problema físico y sabemos pronunciar todos los sonidos, “la
complicación reside en las combinaciones que se producen, porque cuantas más
consonantes seguidas, más difícil nos resultará la palabra. Como transgresor,
Israel o monstruo”. Por otro lado, a la hora de vocalizar con destreza, la
dificultad de la palabra puede presentarse por el hecho de usarse con muy poca
frecuencia. “La palabra transportista tiene dificultad porque algunas de sus
sílabas están formadas por muchas consonantes; mientras que caleidoscopio
presenta más complicación por su escaso uso que por los fonemas o sonidos que
contiene”, especifica la propia Pérez Araujo.
Rebuscando entre esas voces que
suponen un auténtico martirio, incluso para el más refinado castellano, hemos
querido saber por qué palabras más o menos sencillas acaban siendo alteradas y
mal dichas; por qué metacrilato puede ser una bomba de relojería en un
discurso; esparadrapo, el desencadenante de nuestra mala imagen como oradores,
y pasteurizado, en caso de que no prestemos atención a la articulación, acabe
con nuestra paciencia y la de nuestro oyente.
Debemos tener presente los mecanismos, a veces tramposos,
del cerebro. Falsas identificaciones de una palabra con otra, por ejemplo,
pueden empujarnos a cometer torpezas incluso en términos muy sencillos. De
muestra, el misterioso caso de viniste. ¿Por qué decimos mal algo aparentemente
tan fácil? “Es un problema de analogía morfológica con la segunda persona
vienes y que entra dentro de la estimación social de la forma vinistes a la que la norma actual
considera vulgar y que considera que no debe utilizarse”, explica el académico
Blecua. Que quede claro: la segunda persona del singular del pretérito perfecto
simple del verbo venir no es vinistes
ni veniste, sino viniste.
La lista de palabras mal dichas y
aquellas que se convierten en puro trabalenguas es larga: ventrílocuo,
idiosincrasia, institucionalización, cronómetro, antihistamínico…
El nivel cultural
Bien por un escaso nivel intelectual del hablante o por el
entorno en el que nos hallamos, también se puede meter la pata, y hasta el
fondo. Por ejemplo, se puede llegar a decir esparatrapo
en vez de esparadrapo solo porque las últimas sílabas de la primera versión
suenan a algo familiar; y, quizás, haya a quien el término correcto le resulte
totalmente desconocido.
Por otra parte, habría que contar
con los malos hábitos que hemos ido adquiriendo y que nunca hemos corregido.
“Puede ocurrir que la primera vez que se escuchó una palabra se hizo lo que
llamamos una discriminación auditiva, es decir, no procesamos la palabra exacta
como era, sino que se hizo una aproximación a cómo se dice porque los fonemas a
nivel auditivo son muy similares, se sustituye uno por otro y se acaba
interiorizando como si la palabra estuviera bien dicha. Suelen ser fallos que
se extienden no solo al individuo, sino a su entorno. Por ejemplo: palacana en vez de palangana; furboneta en vez de furgoneta; cocreta en vez de croqueta; y abuja en vez de aguja. "Esto nos
puede ocurrir al escuchar una palabra por primera vez, tanto cuando somos niños
como, incluso, ya de adultos”, advierte la experta logopeda.
Hay abundantes ejemplos de estos
errores: idiosincracia en lugar de
idiosincrasia, midicina por medicina;
acituna por aceituna; pediórico por periódico; o tortículis en lugar de tortícolis. Más en El País
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