Miles de palabras seguirán existiendo aunque no figuren en
el nuevo Diccionario, que ya llega. Pero casi todos hemos caído alguna vez en
la calamidad de decir “esa palabra no existe”, cuando el mero hecho de haberla
oído certifica lo contrario.
El lexicón académico dejará fuera muchos términos cuyo uso,
sin embargo, no suena extraño. Si alguien dice “esto es cabreante” no se nos
ocurrirá corregirle: “Cabreante no está en el Diccionario”; aunque no esté (que
no está). Se trata de una creación legítima, igual que “ilusionante” o
“escuchante” (ambas entran ahora) o “murmurante” (que sigue fuera); formas
todas ellas derivadas de “cabrear”, “ilusionar”, “escuchar” y “murmurar” (y que
se han llamado “participios presentes”, “participios activos” o “adjetivos verbales”).
No estarán algunas en el Diccionario, pero sí en la gramática. Porque la lengua
tiene recursos creativos. Si de “anónimo” deriva “anonimato”, ¿cómo no dar
validez a “seudonimato” a partir de “seudónimo”?
El idioma nos sirve para comunicarnos, y todas sus
herramientas son buenas o malas en función de los interlocutores. Muchos
vocablos expresan lo que tanto el emisor como el receptor entienden; y su
ausencia del Diccionario no les resta eficacia.
“Pifostio” tampoco ha entrado en el nuevo Diccionario, y sin
embargo miles de lectores entenderán la oración “se montó un pifostio”. Y no
figuran igualmente “trantrán” (“ese camarero trabaja al trantrán”, es decir,
sin correr demasiado, dejándose llevar) o “bocachancla”, expresión inventada
para definir a la persona charlatana, indiscreta, cuya boca se abre y se cierra
como la chancla en su chasquido contra el pie.
El Diccionario, pues, no debe ser la única referencia para
criticar el empleo concreto de una palabra. También se ha de analizar si las
personas a quienes nos dirigimos la entenderán o no.
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