Juan Jorganes
Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897 –
Londres, 1944) publicó en 1934 El maestro
Juan Martínez que estaba allí. Republicano y demócrata convencido, con una
brillante carrera periodística, se exilió antes de la victoria fascista, primero
a París y después a Londres.
La editorial Renacimiento ha ido
rescatando su obra y recopilando textos periodísticos y relatos. Su biografía
del torero Juan Belmonte le mantenía en la frontera del olvido, sin cruzarla
del todo. Para que hoy su obra sea fácil de encontrar en las librerías, incluso
en ediciones de bolsillo, han contribuido la iniciativa editorial, el interés
del público por lo que, grosso modo,
conocemos como memoria histórica y a quien se considera el descubridor de un
libro que califica de “crucial”, Andrés Trapiello. Ese libro se titula A sangre y fuego (1937).
Para Trapiello, Chaves Nogales
representa la “tercera España”, la derrotada por los “hunos y los hotros”, que
dijo Unamuno. Ambas expresiones han alcanzado fortuna en amplios sectores de la
opinión publicada, que han encontrado en ellas la vestimenta intelectual para
tapar su tibieza antifranquista y su hostilidad contra la II República, o en
quienes reparten culpas entre un Gobierno legítimo y unos golpistas con tal
precisión que alcanzan siempre el equilibrio del cincuenta por ciento. Según
Trapiello, Chaves Nogales perdió la guerra y la literatura, “a diferencia de la
mayoría de sus colegas, que o bien ganaron la guerra o bien ganaron la
literatura”. Trapiello dixit y aquí se
queda, que el maestro espera.
¿Quién es el maestro Juan
Martínez y qué hacía por allí? En las primeras líneas, el autor nos lo presenta
como “mi viejo amigo”, tiene cuarenta y tres años y vive en París. Bailarín e
hijo de bailarín, “había robado a Sole –una moza de pueblo, alegre y bonita
como una onza de oro- y se había ido con ella a París de Francia”. Con el
nombre artístico de Los Martínez, “se ganaban la vida bailando por los cabarets
de Montmartre”. Una vez hechas las presentaciones en un par de páginas, toma la
palabra Juan Martínez y él será quien nos cuente su peripecia por allí, es
decir, por Moscú, Petrogrado y Kiev. Era el año 1917, eran los días de la
Revolución de Octubre. Estamos, pues, de centenario.
Lo primero que llama la atención
es que Chaves Nogales elija a ese narrador para contarnos la Revolución rusa y
que lo haga en los años treinta, tan marcados ideológicamente, cuando la
política europea caminaba entre truenos y relámpagos por caminos que se
cubrirían de millones de muertos. El año de la publicación del libro (1934)
tampoco se vivía con placidez en España. El triunfo de la derecha en las
elecciones de 1933 y sus decisiones antirreformistas tuvieron una respuesta
extremista en Asturias, en cuya violentísima represión destacó el militar
golpista Francisco Franco, y en Cataluña, cuyo presidente de la Generalitat, Lluís
Companys, “proclama el Estado Catalán de la República Federal Española”, lo que
les costaría la cárcel a él y a su Gobierno.
¿Es de fiar el punto de vista de
un bailarín flamenco, un artista de varietés, un cabaretero? Chaves Nogales
corría el peligro de que los prejuicios desacreditaran al narrador, pero el relato
verosímil de aquellos diez días que conmovieron el mundo contado por Juan
Martínez apasiona y divierte. Chaves elige al individuo frente al
acontecimiento histórico; al desclasado acomodadizo, a quien todo le parece
bien si él está bien, frente al militante ideologizado; y al antihéroe conformista,
cuya única hazaña concebible en la vida es la de sobrevivir, frente al
revolucionario. Por ello y por muchas de sus peripecias en las que no faltará
el humor, resulta fácil relacionarlo con los pícaros de nuestra literatura
clásica.
Mis alubias, mi guitarra y mi Sole
Los Martínez habían llegado a Moscú buscándose la vida. Su lugar
de destino lo elegía cualquier oferta de trabajo, ya fuera París u otra ciudad
que ni siquiera sabrían buscar en un mapa. La vida les cae encima, como a la
mayoría de los mortales, y unas veces recogen billetes y champán y otras les
llueven piedras y clavos. Juan Martínez juzgará cada circunstancia vital
basándose en cuántos billetes o en cuántas piedras ha recogido a lo largo del
día.
Detestará la revolución porque
rompe un mundo previsible que les daba lo imprescindible para vivir. Si
desaparecen burgueses y príncipes, desaparece el dinero que corría por los
cabarets, y si desaparecen los cabarets, los burgueses y los príncipes, Los
Martínez pasarán hambre. La guerra civil
entre blancos, rojos y nacionalistas ucranianos traerá mucha hambre, mucha violencia
y muchos muertos. En consecuencia, Juan Martínez juzgará que todos son iguales
y nos contará que el pueblo de Kiev aclama el bando que les libra del verdugo,
pero, como todos son verdugos, la aclamación y la muerte se suceden en un
círculo trágico y, a veces, grotesco.
“A mí la toma del poder por los
bolcheviques, los famosos diez días que conmovieron al mundo, me cogieron en
Moscú vestido de corto, bailando en el tablado de un cabaret y bebiendo
champaña a todo pasto”. Eran los días buenos de Juan Martínez. En los días
malos tendría que pelear, literalmente, por la comida o por un hueco en un tren
para reencontrarse con Sole: “Molido, lleno el cuerpo de cardenales, con los
nudillos sangrando, me senté en un rinconcito del pasillo con mis alubias, mi
arroz y mi guitarra, y allí fui acurrucado como un perrillo durante todo el
viaje, pensando: ¿Qué habrá pasado en Moscú? ¿Qué habrá sido de mi Sole?”.
No será esa la peor situación en
la que se encuentre, pero contiene los elementos vitales básicos de nuestro
bailarín, sin los cuales no hay revolución que le merezca la pena: comida,
trabajo y amor. ¿Por qué huía de los bolcheviques? “No porque yo tuviese unas
ideas políticas distintas de las de ellos, que nunca he tenido una idea
política, sino porque los bolcheviques, buenos o malos, sostenían que los
artistas de cabaret no teníamos derecho a la vida y deseaban que nos muriésemos
cuanto antes”.
Un flamenco, ¿es un proletario?
Ni el oficio de bailarín flamenco ni la vestimenta, tanto la
de calle como la artística, ayudaron a Martínez cuando los salvoconductos
imprescindibles los expedían el ser y parecer un proletario. En un tren atestado de militares soviéticos, se
salvará de la ira de aquella gente cuando demostró que se ganaba la vida como
un obrero al enseñar las palmas de las manos deformadas por dos callos enormes.
Lo que no les dijo es que los habían causado las castañuelas.
Sole resume su situación: “Aquí
ya no somos artistas, ni españoles, ni burgueses, ni nada. Aquí no tienen
derecho a comer ni a vivir más que los proletarios y los bolcheviques, y ya
estamos tú y yo siendo más proletarios y más bolcheviques que nadie”. Claro que,
visto lo visto, formar un sindicato de artistas de cabaret e incautarse de
alguno en nombre de la Revolución tampoco parecía una buena idea. Sole tiene la
solución: “Podíamos juntarnos con los artistas del circo. Nos metemos en su
sindicato, servimos a los bolcheviques en lo que quieran y que nos den de
comer. No vamos a morirnos de hambre porque hayamos tenido la desgracia de no
haber nacido bolcheviques. Tampoco en España habíamos nacido señoritos, y nos
ingeniábamos para servirles y que nos diesen de comer”.
La solución de Sole contiene los
principios fundamentales de la pareja: Servimos a quien nos dé de comer, sea
señorito o bolchevique. Son los mismos principios del pícaro, que no le impiden
criticar el poder al que sirve.
En los vaivenes de aquellos días,
Juan Martínez se vio convertido en guardia rojo de la noche a la mañana.
“Prudentemente, procuré no distinguirme demasiado”, aclara.
Dispuesto a reivindicar siempre
que podía su oficio de artista de varietés, de bailarín, se presentan ante la
comisión depuradora del sindicato con la intención de bailar un tango, ella con
un “elegante vestido de soirée” y él
con un frac. No les dejaron ni empezar. En la Rusia soviética no había lugar ni
para fracs ni para bailes de salón. “Atiende, camarada –le dice al presidente
de la comisión depuradora- mi verdadero arte no es éste, sino el flamenco”. Nadie
sabe lo que es eso. Así se lo explica: “Es un arte exótico, que tiene valor
universal. No es un arte de burgueses, sino del pueblo, el arte más popular del
mundo”. Se cambia el frac por una chupa y se marca una farruca acompañado sólo
por el castañeteo de los dedos. Cuando acaba, la sorprendida comisión no sabe a
qué atenerse. Después de refregarse la gorra con la pelambrera, el presidente
de la comisión le dice al secretario: “Martínez, contorsionista. Al circo”.
En 1919 John Reed publicó en EE
UU Diez días que conmocionaron el mundo.
Se ha convertido en un clásico sobre la Revolución de Octubre. Renacimiento
edita ahora la versión española que la Editorial Laboremos imprimió en 1929. El
periodista estadounidense, militante socialista, revolucionario, escribe sus
crónicas desde un punto de vista muy distinto al de Chaves. El libro de Reed lo
encontraremos en la sección de Historia y el de Chaves en la de Literatura. Sin
embargo, deberían leerse uno a continuación del otro. La revolución vista a ras
de suelo (Chaves) y la revolución vista desde la altura de un acontecimiento
histórico, como heroica lucha y heroico triunfo bolchevique (Reed). La relación
entre el individuo y la masa (organización o Estado) vive en un conflicto
siempre. Si se inició tras una revolución, como la soviética, ya comenzó
traumáticamente y sabemos cómo acabó; si se inició con un pacto social, como el
socialdemócrata, las aspiraciones individuales contra los límites del Estado
para satisfacerlas acabarán por romperlo (en esas estamos). Uno y otro libro,
contando lo mismo desde perspectivas tan diferentes, incitan a una sugerente
práctica de la dialéctica.
Publicado en el núm. 85 de la Revista de Estudios y Cultura de la Fundación 1 de Mayo