Cirilo Velázquez, Manuel Segovia e Isidro Velázquez / SAÚL RUIZ |
Manuel Segovia Jiménez, aunque no lo parezca, tiene 79 años
y posee un tesoro único en el mundo. Habla nnumte oote, la lengua verdadera. El
ayapaneco. El idioma más amenazado de México. Quedan siete hablantes (otros 13
lo entienden), de los que Don Manuel es el único que lo sigue usando en
familia.
Entroncado en la familia lingüística del mixe-zoqueana,
entre cuyas contribuciones universales figura la palabra cacao (pronuciada kaagwa, en ayapaneco), el idioma tiene
singularidades que enloquecen a los especialistas. Entre ellas, su riqueza en
palabras simbólicas, en onomatopeyas de enorme precisión como tzalanh (sonido del golpe de un machete)
o el perfectamente entendible ploj
(pisar el lodo).
Esta joya filológica, que durante siglos floreció en la
húmeda selva tabasqueña, al sureste de México, no ha podido aguantar el embate
de los tiempos modernos. La extensión masiva y exclusiva de la educación en
español a lo largo del siglo XX y la inmensa riqueza petrolera de la zona, que
atrajo una fuerte inmigración hispanohablante, barrieron el ayapaneco hasta
convertirlo casi en un recuerdo. Una trayectoria parecida a la de otras lenguas
en México. “No es un fenómeno aislado. Ha incidido la educación solo en
español, pero también la emigración masiva y la discriminación que sufren los
indígenas”, señalan los investigadores Carolyn O’Meara y Francisco Arellanes,
del Seminario de Lenguas Indígenas, del Instituto de Investigaciones Filológicas
de la UNAM.
Don Manuel, aunque con otras palabras, está de acuerdo. A su
alrededor ha visto desaparecer el idioma. Y callar a los que lo conocían. En la
escuela, que él abandonó en segundo de primaria, le prohibían usarlo. Poco a
poco fue hundiéndose la lengua verdadera, hasta quedar confinada en las mentes
de unos pocos náufragos, cuya excepcionalidad atrajo desde los años noventa a
investigadores internacionales. Anexo a su vivienda, en un vestíbulo de techo
metálico, acoge una pequeña y modesta escuela. Allí, los sábados, don Manuel
enseña ayapaneco a los niños del lugar. No es el único. Le acompañan Isidro
Velázquez, 72 años, y su hermano Cirilo, de 66. Juntos, con el hijo de don
Manuel, en silla de ruedas, han preparado un atlas del cuerpo humano, cartas y
posters en ayapaneco para las clases. La iniciativa, auspiciada por el Inali,
les ha devuelto el orgullo de su idioma. "En el pueblo no le dan valor.
Pues bien, yo digo que quien no quiera aprender, que ahí se quede", zanja
don Manuel.
Los frutos de esta siembra son desiguales. Los niños acuden
en masa cuando se reparte algo, pero cuando los fondos andan escasos, solo
pasan el umbral unos pocos. Y aunque alguno muestre verdadero entusiasmo, no
basta. "Cuando muramos, morirá el idioma. Ni mis hijos lo han querido
aprender", sentencia Cirilo Velázquez. Su hermano Isidro asiente.
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