Esas palabras de prestigio se impregnan de respeto y
bendicen todo cuanto tocan, pues llevan dentro connotaciones positivas,
objetivas, ajenas al debate. Y que a veces nos engañan.
El término “evolución” figura también en ese grupo. Hallamos
propuestas de evolución en el periodismo, en la arquitectura, en el lenguaje,
en nuestra concepción de la vida. “Hay que evolucionar”, “Fulano no ha sabido
evolucionar”, “el enfermo no evoluciona”, “el coche de Vettel lleva nuevas
evoluciones”... Llama la atención que el verbo y el sustantivo (“evolucionar” y
“evolución”) se apliquen casi siempre a desarrollos positivos, cuando el Diccionario no
les otorga esa virtud. Quizás al valor meliorativo de “evolución” y
“evolucionar” contribuya la mera existencia de “involución” y de
“involucionar”. Sin embargo, tanto “evolucionar” como “involucionar” se
refieren al desarrollo de algo hacia delante o hacia atrás, no necesariamente a
su mejora o empeoramiento. Tal vez un enfermo desearía involucionar, por
ejemplo: retroceder al momento en que estaba sano. “El idioma evoluciona”, se
suele argüir como lugar común ante cualquier crítica de un neologismo. Pero,
aunque casi hayamos excluido esa idea en el significado, se dan a menudo
evoluciones negativas: el enfermo empeora, la ciudad se degrada, nuestro léxico
se empobrece. Y ese prestigio de la palabra “evolución” hace que lo olvidemos.
“Auditoría”, “evolución”, “sostenible”, “autocrítica”,
”crecimiento”, ”racionalizar”, “transparencia”… son vocablos de prestigio. Como
la palabra “futuro”. Quién puede cuestionarla, si en ella volcamos todos los
deseos. Después, el propio futuro decidirá por su cuenta, y reducirá nuestra
capacidad de someterlo a solo aquello que realmente dependía de nosotros
mismos. Pero mientras tanto, su prestigio nos seduce en el discurso político y
en sus ofertas.
Por eso quizás convenga que, cuando nos regalen esos
términos para endulzar una frase, nos fijemos bien en las palabras amargas que
haya a su alrededor. Leer más