- Reconozcámoslo abiertamente: la puntuación en general es un
dolor de muelas y las comas en particular nos llevan por el camino de la
amargura al común de los mortales. Aquel que esté libre de una coma mal puesta
que tire el primer diccionario.
Si la comparamos con la
escritura, la puntuación es un invento relativamente reciente. El padre de la
coma fue Aristófanes de Bizancio, un
bibliotecario de la célebre Biblioteca de Alejandría que vivió allá por el
siglo III a. C. Por aquel entonces, la forma de escribir era en scriptio continua, es decir, los textos
se escribían de corrido, sin signos de puntuación ni espacios entre palabras.
La finalidad de los textos escritos no era la lectura individual tal y como hoy
la concebimos, sino que los textos se entendían como partituras pensadas para
que el orador ejecutase en directo el discurso. Nos gusta pensar que toda
lengua pasada fue mejor y que ya no hay decoro lingüístico como el de antes,
pero lo cierto es que la scriptio
continua de la Antigüedad nos resultaría hoy ilegible.
La propuesta de Aristófanes de
Bizancio era sencilla y eficaz: indicar mediante un sistema de puntos la
cantidad de aire que el orador debía tomar en cada pausa para poder acometer
sin ahogos el fragmento de texto hasta la siguiente pausa. En una época en la
que era el lector quien debía apañárselas para separar correctamente el
espagueti continuo de caracteres, se asumía que para comprender totalmente un
texto eran necesarias varias relecturas. En ese sentido, la notación que
proponía Aristófanes suponía una mejora notable, ya que permitía al orador
enfrentarse al texto de primeras con más claridad.
Con el transcurso de los siglos,
la tradición de la oralidad fue siendo sustituida por una tradición centrada en
los textos escritos y la escritura fue entendiéndose cada vez menos como un
elemento auxiliar de la oralidad y más como un sistema en sí mismo con su
propia lógica interna. Lo que en su día habían sido signos de respiración
puestos un poco a la buena de Dios según la capacidad pulmonar del orador se
convirtió en un protocolo lingüístico formal con poco margen de maniobra. En
contra de lo que solemos pensar, las comas hoy no representan respiraciones
sino que se rigen por criterios exclusivamente gramaticales, coincidan o no con
pausas orales.
Hay comas evidentes y poco
problemáticas, como la que separa las enumeraciones (salir, beber, el rollo de
siempre). Otras, en cambio, corren peor suerte. La coma del vocativo (esa que
aísla el nombre del destinatario al que va dirigida nuestra frase, como en “Houston,
tenemos un problema” o “Tócala otra vez, Sam”) es raro verla fuera de contextos
formales y esmerados.
Por otro lado, están las comas de
más, aquellas que ponemos cuando nos puede la hiperventilación tipográfica y
nos dejamos llevar por la emoción de puntuar según nos suena. Los correctores
llaman “coma asesina” a la coma innecesaria que habita entre sujeto y predicado.
Quizá su éxito se deba a que en la lengua hablada tendemos a hacer una breve
parada cuando el sujeto es particularmente largo.
Lo que nuestra incapacidad para
poner comas de acuerdo a la norma nos recuerda es que la lengua es, antes que
ninguna otra cosa y a pesar de los milenios de tradición escrita y del empeño
de los puristas ortográficos, oralidad. Por eso cuando toca puntuar un texto
optamos por tocar de oído y ponerlas intuitivamente allá donde nos parecería
natural respirar.
Extracto del artículo de Elena Álvarez Mellado. El texto completo en eldiario.es