Juan Jorganes Díez
Antonio Buero Vallejo nació el 29 de septiembre de 1916 en Guadalajara. Se han cumplido, pues, cien años de su nacimiento. Cualquier disculpa es buena para llamar la atención sobre obras y autores para
que en el recuerdo reconozcamos con respetuoso agradecimiento a quienes dedicaron
su vida a la creación, un acto del que se beneficia la
sociedad y que, además, hereda dos veces: en el momento de su publicación o
representación y setenta años después de muerto el autor pues los derechos se
socializan.
Empinada escalera
Primer ejemplo de una doble historia: Pasar del patio de la
cárcel condenado a muerte al patio de butacas del Teatro Español coronado por
los laureles del premio y del éxito. Aquel desconocido que ganó el Premio Lope
de Vega en 1949 resultó ser un comunista excarcelado que había sorteado la
condena a muerte por la misma sinrazón por la que fue condenado, aquella que
asolaba el país tras su victoria. Buero había compartido cárcel con Miguel
Hernández, cuyo rostro pintó para un retrato muy conocido.
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Teatro María Guerrero (Madrid), 2003 |
La obra premiada se titulaba Historia de una escalera. Su estreno fue
apoteósico y el éxito obligó a prorrogar durante meses las representaciones previstas
para dos semanas. Se ha convertido en una referencia del teatro del siglo XX. Un
suceso así marca la carrera de cualquier escritor para bien y para mal. Buero
llegó a hablar de la “maldita escalera”, quizá con ironía, quizá harto de
volver al pasado, quizá porque “es más difícil superar un éxito que un
fracaso”, quizá porque la pereza de periodistas, críticos y manuales ignoraba
otras obras que él apreciaba mucho más.
En la literatura que ocultaba un
país con endecasílabos de mármol o que llenaba los escenarios de trivialidades o
la narración de ardor guerrero, aparecieron en unos pocos años algunas obras cercanas a la realidad, a la vida desolada de
la inmensa mayoría: Hijos de la ira
(1944) en la poesía, Historia de una escalera (1949) en los
escenarios, Nada (1945) y La colmena
(1951) en la narrativa. Tanto se acercaron a la realidad que sufrieron la
censura a pesar de que sus autores fueran más (Cela) o menos (Alonso) afectos al régimen. Era previsible en el caso
de Buero dados sus antecedentes.
Tragedia y esperanza
En una entrevista a Buero, lejana en el tiempo y la memoria,
Rosa Montero titulaba: “Perfil de cuchillo”. Acertada aposición que describía
el físico y la escritura. Buero Vallejo optó por la tragedia para trasladarnos
la esperanza. No es lo mismo triste que trágico, nos dice: “Mis textos tienen
la pretensión de observar trágicamente la vida humana, pero el meollo de la
tragedia no es la desesperación, sino la esperanza”. Entiéndase: no habrá
finales felices de los que reconfortan a los espectadores porque los personajes
han asegurado sus incertidumbres y nos han confirmado un porvenir dichoso. El
final esperanzado de Historia de una
escalera llega a través de unos jóvenes enamorados, que reviven en el mismo
lugar el amor y los proyectos de otros jóvenes (su madre y su padre) cuyas
vidas frustradas ya conocemos. Otra doble historia.
Las obras de Buero no se cierran
con un consejo a la manera del ayo Patronio, ni la resolución del drama
concluye con un mensaje que el espectador se lleva como receta para aliviar los
males sociales o personales. Buscar la verdad y enfrentarse a sus
consecuencias, porque siempre las tiene, generan el conflicto que el autor traslada
en personajes que cargan con ellas. ¿El espectador también? Podríamos hablar de
una liberación catártica en el escenario. ¿También en el patio de butacas?
El protagonista se enfrenta al
grupo porque no acepta sus convenciones y cuestiona las reglas en las que se
basa su convivencia apaciguada. El grupo, una representación de la sociedad, y
el protagonista se enfrentan mediante diálogos en los que el segundo lleva la
ética vinculada a la verdad como guía. No habrá pactos entre la sociedad y el
individuo porque este no los acepta, porque asume siempre el precio de su
rebeldía. “Sed digno, pero sed hábil”, le aconseja su único amigo a Velázquez,
protagonista de Las meninas. La respuesta podría dársela el Larra de La detonación: “Mi deber es decir
verdades”.
Al protagonista –y, por lo tanto, a los
espectadores- se le presentan alternativas, se le anticipan los perjuicios que
le provocará su actitud. Se mantendrá firme. Sus diálogos están cargados con
toda la fuerza moral de la que carecen sus antagonistas. Esta descompensación empuja
al espectador hacia un lado desde el principio, hacia el lado en el que el
autor expresa sus argumentos, su tesis. No hay moraleja final porque queda en
el aire la pregunta de si cada cual hubiera hecho lo mismo. En la posibilidad
de una respuesta afirmativa radica la esperanza de la tragedia. Hoy el
espectador agradecería que se le dejara pensar un poquito más, que se le
presentara más difusa la línea que separa el bien del mal, la verdad de la
mentira (tan difusa, al menos, como la propia condición humana).
El teatro posible
Buero Vallejo muere en el año 2000. Sobrevive 25 años a
Franco. 36 los pasó bajo su dictadura. Estrenó con asiduidad, aunque la censura
cortara aquí y allá, le prohibiera La
doble historia del doctor Valmy y tuviera que salir de España a buscarse
las habichuelas tras la firma del manifiesto de un grupo de intelectuales
contra la represión brutal en Asturias a raíz de la huelga de la minería (1962),
la conocida como Carta de los 102. Defendió que lo fundamental era llevar a los
escenarios las ideas que pretendía, aunque hubiera que dar un rodeo, aunque se
tuvieran que presentar indirectamente, camufladas. Este planteamiento le
enfrentó a quienes lo consideraban una concesión inaceptable.
Es imposible desvincular las
obras de Buero del momento en que se escribieron y representaron. No
pretendiendo un teatro político, lo era porque cada obra se traducía a la
realidad política y social del momento. Siempre se asistía a una doble
historia. Sin embargo, sus obras se alejan de un teatro coyuntural, escrito
para el momento, incomprensible en otros tiempos y para otras gentes. El
conflicto de revelar la verdad, arrancar las máscaras y asumir las
consecuencias, enfrentándose al poder del grupo, trasunto de la sociedad, se
mantiene en la España actual y en cualquier sistema político.
Para su teatro posibilista, los
símbolos y los personajes históricos resultaron imprescindibles. La ceguera
simbólica aparecerá en dos obras importantísimas: En la ardiente oscuridad y El
concierto de San Ovidio. Velázquez y Larra protagonizan Las meninas y La detonación respectivamente. Ambos defenderán la justicia y la
verdad frente al poder absoluto de los monarcas (Velázquez ante Felipe IV y Larra
ante Fernando VII), y –muy importante- frente a la corte que les rodea y apoya;
o, incluso, en La detonación, frente
a las ambigüedades reformistas de los gobiernos liberales.
Buero presenta una simbología
comprensible. Hubiera caído en una contradicción si nos presentara una obra
críptica, incompatible con un teatro posible, y, sobre todo, con un público
posible, necesario para sostener obras que exigían un elenco amplio y que Buero
quería reconocido. Eran los tiempos de las segundas y terceras lecturas, a las
cuales se entregaba con deleite una parte de la afición. Fastidiaban a la otra
parte porque el hermetismo de algunas obras literarias o cinematográficas les parecía
un galimatías incomprensible o, sencillamente, una tomadura de pelo. Los
teatros necesitaban a todo el público para mantenerse. Buero también.
Su biografía y su obra lo
convierten en un referente y muy pronto en un clásico vivo. Nada de eso le
gustará y renegará de ello. Lo segundo lo tomaba como una retirada obligada,
cuando él consideraba que aún le quedaba por escribir. Su última obra (Misión al pueblo desierto) subió al
escenario en octubre de 1999, recién cumplidos los 83 años.
La detonación se estrenó en septiembre de 1977, unos meses después
de las primeras elecciones generales tras la muerte de Franco. Aquella tarde
acudieron al teatro Bellas Artes de Madrid los representantes políticos más
significados, tanto los herederos del franquismo como los opositores. Expresos
y excarceleros compartían el patio de butacas. La atención no se dirigía, pues,
en exclusiva al escenario. Estrenaba su primera obra en democracia un
represaliado, un firmante de la Carta de los 102, un superviviente del
franquismo.
Años después de este estreno,
Buero daría su No a la OTAN en el referéndum convocado por el Gobierno socialista para decidir la entrada o no de España en esa organización. Otros tiempos y otras circunstancias, mismo perfil
de cuchillo.