La España alejada de los grandes centros urbanos ha conseguido
una atención inusual gracias a algunos libros que se han ganado el favor del
público lector y de la crítica. Sergio del Molino puso un feliz título a su
ensayo La España vacía (Turner), que
“está formada por las dos Castillas, Extremadura, Aragón y La Rioja”. El libro
ha logrado un éxito triple: el título se ha popularizado y se ha integrado en
el vocabulario político, y se han vendido muchos ejemplares. Había llegado a la
decimocuarta reimpresión en marzo de 2019 tras su primera edición en abril de
2016.
En 2019 María Sánchez
publicó Tierra de mujeres. Una mirada
íntima y familiar al mundo rural (Seix Barral). Las páginas de este ensayo
no son postales bucólicas sino que reivindican un mundo abandonado y olvidado y,
en particular, a las mujeres rurales, abandonadas y olvidadas por ser mujeres y
por ser mujeres rurales. Sánchez demuestra que la reivindicación no está enemistada
con el lirismo y que el feminismo llega más lejos que las últimas luces de la
ciudad y no está reñido con el respeto de la tradición, de la herencia de
nuestras mujeres mayores. Veterinaria de profesión escribe desde esa España que
ella prefiere llamar vaciada y desde ese mundo para el que vindica siempre el
nombre de rural.
La literatura se ha acercado
al mundo rural, a la aldea, a la España vacía, desde hace siglos y desde
diversos puntos de vista. Sergio del Molino repasa críticamente cómo los
escritores en castellano han tratado esos lugares alejados de la ciudad. Entre
la alabanza y la burla, entre lo grotesco y la representación de las auténticas
esencias castellanas y, por extensión, españolas, entre la sencillez y la
brutalidad, entre el realismo y el idealismo, los escritores castellanos se han
movido en los extremos y no han perdido nunca el punto de vista de superioridad
de la ciudad con respecto a la aldea. Un caso aparte es Luis Mateo Díez y su
mundo literario de Celama (toda su obra es un caso aparte). En la literatura en
gallego o en euskera encontramos otras perspectivas narrativas; por ejemplo, Álvaro
Cunqueiro y Bernardo Atxaga.
Estos dos autores mezclan con
armonía ruralidad, erudición, fantasía y realismo en un paisaje propio, con
personajes que ni son caricaturas -por
hiperrealistas o, peor aún, por costumbristas-, ni canónicos seres telúricos. Tampoco
atraviesa sus obras el hipócrita menosprecio de la corte y alabanza de la
aldea.
Voces de Perniculás
Joaquín Mayordomo (Villares
de Yeltes, Salamanca, 1954), elude esa pesada tradición castellana y sigue la
estela de Cunqueiro y Atxaga. Hijos del
uranio (Punto Rojo Libros, 2019) lo componen veinticinco relatos que se desarrollan
en una geografía salmantina reconocible, renombrada como Perniculás por la
literatura. El nombre literario no sirve para encubrir o disimular los lugares
reales sino que marca la frontera entre la realidad y la ficción, entre la literatura
y todo lo demás.
La comarca salmantina en la
que situamos Perniculás vive hoy amenazada por el proyecto de una mina de
uranio a cielo abierto, que sería la única en Europa y que ya se ha llevado por
delante 2.000 encinas, con los destrozos paisajísticos y medioambientales que
una acción de este tipo acarrea. Mayordomo transforma esta amenaza de la mina
en dos relatos, que se acercan a lo fantástico sin abandonar el camino del
realismo literario por el que transcurre el libro. Conoceremos las consecuencias
de la apertura de la mina y del cierre; cómo transforma a las personas del
pueblo, las discusiones y la división entre ellas, los beneficios inmediatos y
las ambiciones frustradas.
El primer relato, que da
título al libro, y el último (´Los herederos radioactivos´), continuación y
conclusión del primero, nos envuelven en Perniculás. Las tramas y los
personajes de los demás relatos se leerán empapados por la nube radioactiva literaria
en la que Mayordomo nos ha metido desde el inicio, aunque se podrían leer
independientemente sin que perdieran una pizca de su fuerza literaria. No se
esperen escenas apocalípticas, ni historias tenebrosas, al gusto contemporáneo.
La vida sigue entre el ajetreo de máquinas que lo destrozan todo y la llegada
de forasteros que lo trastornan todo. A ese río de la vida le presta toda la
atención el autor. Leeremos hermosas y turbias historias de amor (´El primer
amor´, ´El afilador de cuchillos´), en las que no falta el ingrediente
imprescindible del erotismo, emotivas y divertidas aventuras de niños (´Una bomba de colores´) y adolescentes (´La
cabina erótica´), o viviremos con angustia la matanza desde el singular punto
de vista del cerdo (´Poncio´).
Hijos
del uranio recrea historias que podrían proceder de leyendas, de
anécdotas familiares contadas una y mil veces o de cuentos trasmitidos
oralmente. Maneja elementos y fuentes
tradicionales de la narración, mezclados con la crónica, pero Mayordomo ni es
un folklorista ni un cronista oficial –nada más lejos-, ni pretende fijar un
mundo ya pasado, ni acercarnos a él con escenas costumbristas, ni recrear con
nostalgia un paraíso perdido.
Perniculás es uno de esos
lugares invisibles a los que se llega por la literatura, que se construye con
esa geografía rural que calificamos hoy de vacía. Mayordomo no nos traslada a
un Perniculás obligado a permanecer inmóvil e igual a sí mismo para ser
recordado mejor, como escribió Italo Calvino de la ciudad invisible de Zora. El
conflicto actual con la mina de uranio demuestra que Perniculás sigue vivo,
porque en Perniculás ya hubo una mina así y saben lo que ocurrió. La historia va
y viene. Advertida queda la comarca del río Yeltes.
Voces de La Vera
Del espacio geográfico al
que nos lleva Juan Villa (Almonte, Huelva, 1954) tenemos cartografía y
bibliografía a nuestro alcance. El ojo de Google que todo lo ve nos llevará al
lugar y además nos mostrará miles de imágenes. Por lo tanto, no cabría bajo el
título de estas líneas, porque Doñana no es, precisamente, un lugar invisible. Pero
para poder ver la geografía física y humana que nos ofrece Juan Villa de un lugar
tan expuesto como Doñana, tendremos que pasar nuestros ojos por las páginas de su
última novela, Voces de La Vera
(Editorial Comba, 2018). Entre los muchos méritos de la obra, destaca la
revelación de un espacio muy conocido y de cuanto lo habita como si fuera todo
desconocido, como si nunca hubiéramos tenido noticias de ese lugar, ni
hubiéramos visto jamás una sola imagen del mismo.
Si Mayordomo da nombre
literario a una geografía real, Villa mantiene el nombre real para convertirlo
en literario. En ambos casos, sus personajes no son lugareños retratados para
fijarlos con fines documentalistas, ni, lo que suele ser peor, para fijarlos
como tipos típicos. Son riquísimos personajes literarios de principio a fin.
Tanto los personajes
esporádicos que protagonizan alguna historia (furtivos de la vida) como los que
permanecen a lo largo de toda la obra tienen un atractivo extraordinario.
Ninguno pasa desapercibido, tal es la personalidad que les da el autor. A veces
se pretende construir un personaje a base de extravagancias de cualquier tipo
para justificar acciones narrativas no menos extravagantes creyendo que con eso
basta para atraer al lector. Una mala lectura de García Márquez tiene gran
parte de culpa y, por supuesto, una incomprensión total de esa corriente de la
literatura castellana mal llamada realista que va de la picaresca a Cela (ya
distorsionada), pasando por Cervantes.
Las voces a las que alude el
título conforman un magnífico coro entonado, con timbres diversos, único cada
uno de ellos, que llegan desde muy lejos y muy hondo, surgidas de las arenas, los
carriles, los caños, las dunas, el mar y con todos los vientos en sus gargantas.
Suenan así de bien porque Villa les da autenticidad. El autor sortea con éxito
el riesgo de caer en una falsa transcripción de un habla andaluza local y el
riesgo de falsear unas voces que sonarían a ese español neutro propio de un
doblaje. Esto es un mérito más de Juan Villa porque ninguna de las voces suena artificial.
Lo mismo ocurre con el vocabulario. Encontramos localismos imprescindibles y una
riqueza sobresaliente para abordar con éxito descripciones y retratos
espléndidos.
Esas voces de un lugar
perdido llegan con toda la fuerza de la literatura oral, historias que no
conocemos pero que reconocemos como mil veces contadas, que pertenecen ya a
una tradición, que proceden de muy lejos
en el tiempo, aunque hayan salido de la computadora de un autor contemporáneo y
acaben de ser impresas. Villa aprovecha los recursos tradicionales, maneja la
tradición oral y la complejidad de las voces múltiples. Una mezcla soberbia que
no nos deja levantar los ojos de esas páginas como quien no quita los ojos del
narrador oral que nos ha reunido al final de la jornada.
La novela se construye con
fragmentos vitales, como la vida misma. Al autor no le interesa el desarrollo
completo de las vidas de sus personajes y el lector no lo echa en falta. Al
narrador que hilvana esos fragmentos lo conoceremos en las últimas páginas.
Comprenderemos que su paso al otro lado, a la civilización, supone su
salvación, su supervivencia. Porque asistimos al tramo final de una geografía y
de los seres que la habitaron. Presenciamos la muerte de un espacio vital, que
se transforma en lo que hoy podemos visitar guiados por los caminos
establecidos para tal fin. Miramos, contemplamos, previa compra de una entrada.
El lugar invisible de Doñana lo veremos en las páginas escritas por Juan Villa.