- Un libro acerca el lado más humano de la pareja de literatos
al rescatar sus recetas y la relación de ambos con los alimentos y las tareas
domésticas
Zenobia y Juan Ramón, en su casa de
Washington (1943)
“Si no es por Zenobia, Juan Ramón habría muerto antes o se
habría vuelto loco”, afirma María José Blanco mientras su compañera Pepi
Gallinero asiente y ratifica: “Ella salvó a Juan Ramón”. Lo afirman tras haber
investigado durante dos años un aspecto inédito de la pareja: sus recetas
culinarias y su relación con los alimentos. De ese trabajo ha salido el libro La cocina de Zenobia (Editorial Niebla).
Destacan el trato exquisito de la pareja a sus amigos y empleados, cuando los
tuvieron, y cómo la comida fue una manera de expresar ese cariño en todos los
sentidos. De ahí los intercambios de recetas para cuidar el delicado estómago
de Juan Ramón o los envíos de dulce membrillo para él o para los allegados o
cómo un providencial regalo de jamón de Huelva y aceite de oliva consiguió
frenar una persistente diarrea del escritor.
Juan Ramón no era exigente con la comida. Una copa de Danone
a las seis y media de la tarde, jamón cocido, huevos, leche y dátiles eran
parte de la dieta básica del nobel. Pero Zenobia, inquieta y ávida de nuevos
conocimientos, asiste a clases de cocina en Cuba y las intercambia por
lecciones de español en Estados Unidos para mejorar en la alimentación y buscar
de forma constante comidas que le sentaran bien al delicado estómago de su
esposo. Así va conformando un menú de 158 recetas (en español e inglés) que se incluyen
en la publicación.
Entre los postres destacan las natillas de las hermanas
Lavedán, que entusiasman a la pareja y que consumen hasta dos veces por semana,
o el suflé de queso de Llo Browne Wallace, esposa del vicepresidente de Estados
Unidos Henry A. Wallace, a quien Zenobia enseña español a cambio de clases de
cocina.
La obra, además, describe la relación de ambos con las
tareas domésticas. “J. R. ha estado fregando los cacharros en mi lugar y es una
fregona de buena voluntad, pero deja acumular lo sucio de dos o tres comidas
para no interrumpir su trabajo y después lo lava todo a las seis, cuando ya la
luz no le sirve para trabajar. Es un buen método para no interrumpir el trabajo
importante, pero se acumula el mal olor de la cocina”, escribe Zenobia.
El poeta también asume algunas labores culinarias para lo
que, según relata su esposa, “se da una maña grandísima” que asombra a su
familia. Le prepara el almuerzo a Zenobia para que se lo lleve a la
universidad. “Me hace llevarme seis cosas: un sándwich, un huevo duro, un
plátano, un bizcocho, una barra Suchard y alguna otra cosa”, describe la
escritora. Más en El País
Zenobia y Juan Ramón, en su casa de Washington (1943) |
“Si no es por Zenobia, Juan Ramón habría muerto antes o se
habría vuelto loco”, afirma María José Blanco mientras su compañera Pepi
Gallinero asiente y ratifica: “Ella salvó a Juan Ramón”. Lo afirman tras haber
investigado durante dos años un aspecto inédito de la pareja: sus recetas
culinarias y su relación con los alimentos. De ese trabajo ha salido el libro La cocina de Zenobia (Editorial Niebla).
Destacan el trato exquisito de la pareja a sus amigos y empleados, cuando los
tuvieron, y cómo la comida fue una manera de expresar ese cariño en todos los
sentidos. De ahí los intercambios de recetas para cuidar el delicado estómago
de Juan Ramón o los envíos de dulce membrillo para él o para los allegados o
cómo un providencial regalo de jamón de Huelva y aceite de oliva consiguió
frenar una persistente diarrea del escritor.
Juan Ramón no era exigente con la comida. Una copa de Danone
a las seis y media de la tarde, jamón cocido, huevos, leche y dátiles eran
parte de la dieta básica del nobel. Pero Zenobia, inquieta y ávida de nuevos
conocimientos, asiste a clases de cocina en Cuba y las intercambia por
lecciones de español en Estados Unidos para mejorar en la alimentación y buscar
de forma constante comidas que le sentaran bien al delicado estómago de su
esposo. Así va conformando un menú de 158 recetas (en español e inglés) que se incluyen
en la publicación.
Entre los postres destacan las natillas de las hermanas
Lavedán, que entusiasman a la pareja y que consumen hasta dos veces por semana,
o el suflé de queso de Llo Browne Wallace, esposa del vicepresidente de Estados
Unidos Henry A. Wallace, a quien Zenobia enseña español a cambio de clases de
cocina.
La obra, además, describe la relación de ambos con las
tareas domésticas. “J. R. ha estado fregando los cacharros en mi lugar y es una
fregona de buena voluntad, pero deja acumular lo sucio de dos o tres comidas
para no interrumpir su trabajo y después lo lava todo a las seis, cuando ya la
luz no le sirve para trabajar. Es un buen método para no interrumpir el trabajo
importante, pero se acumula el mal olor de la cocina”, escribe Zenobia.
El poeta también asume algunas labores culinarias para lo
que, según relata su esposa, “se da una maña grandísima” que asombra a su
familia. Le prepara el almuerzo a Zenobia para que se lo lleve a la
universidad. “Me hace llevarme seis cosas: un sándwich, un huevo duro, un
plátano, un bizcocho, una barra Suchard y alguna otra cosa”, describe la
escritora. Más en El País